Pekín (Agencia Fides) – El padre Pablo Wang, lazarista, trabajaba entre Pekín y la provincia de Hebei incluso en tiempos de tribulación, entre los años setenta y noventa del siglo pasado; caminaba a pie de un pueblo a otro, con ropa muy desgastada y usando un trozo de madera como bastón. La misma vida fue vivida por el franciscano Ma Mingde, que confortaba con su fe a los bautizados de la provincia septentrional de Shaanxi.
De ellos, y de tantos otros testigos luminosos del amor de Cristo, las comunidades católicas chinas han celebrado la memoria en el mes de noviembre, durante el cual la Iglesia católica invita a todos a fijar la mirada en las “realidades últimas” y a conmemorar a los difuntos.
En Shanghái ha sido conmemorada la figura de don Vicente Qin Guoliang, sacerdote de familia acomodada. En los años cincuenta del siglo pasado era un joven seminarista jesuita en el Seminario de Shanghái. Durante aquel periodo tumultuoso, afrontó persecuciones y fue exiliado a Delingha, en Qinghai. Permaneció detenido durante dos décadas y, una vez liberado, se quedó en esa región para anunciar el Evangelio en la tierra a la que, de forma imprevisible, lo había conducido su pertenencia a Cristo. A comienzos de los años ochenta, como otros de sus antiguos compañeros seminaristas, finalmente fue ordenado sacerdote en Shanghái, y continuó dedicando su vida sacerdotal al servicio de los católicos de la provincia de Qinghai. Tras su muerte, fue sepultado lejos de su ciudad natal, en la tierra donde consumió con alegría y tenacidad su vida de testigo de Jesús, recorriendo con su ropa gastada y sus botas de goma amarillas campos y aldeas para administrar bautismos, confesiones y la Eucaristía, y para llevar consuelo a los hermanos y hermanas en el Señor.
Los bienes que le llegaban de su familia acomodada, junto con la ropa y otros objetos que le regalaban los feligreses, eran inmediatamente redistribuidos por él a quienes se encontraban en mayor necesidad. Solo cuando enfermó y ya no era capaz de decidir por sí mismo, un enfermero consiguió quitarle el viejo traje azul desgastado por el tiempo y vestirlo con ropa nueva.
Después de enfermar, el anciano sacerdote apenas lograba reconocer a alguien y le costaba formular frases coherentes. Pero cuando los feligreses cantaban el Padrenuestro junto a él, se unía a ellos, recitando toda la oración en latín de manera impecable. Estaba olvidando todo, pero no la oración que, incluso en los días más difíciles, había iluminado y alegrado su pobre corazón.
(NZ) (Agencia Fides 21/11/2025)