VATICANO - “AVE MARIA” por mons. Luciano Alimandi - El amor que perdona

miércoles, 22 abril 2009

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - “Resucitado, Jesús dio a los suyos una nueva unidad, más fuerte que antes, invencible, porque está fundada no en los recursos humanos, sino en su divina misericordia, que los hizo sentir a todos amados y perdonados por Él. Es por ello el amor misericordioso de Dios el que une firmemente, hoy como ayer, a la Iglesia y hace de la humanidad una sola familia; el amor divino, que por medio de Jesús crucificado y resucitado nos perdona los pecados y nos renueva interiormente. Animado de esta íntima convicción, mi amado predecesor Juan Pablo II quiso dedicar este domingo, el segundo de Pascua, a la Divina Misericordia, e indicó a todos a Cristo resucitado como fuente de confianza y de esperanza, acogiendo el mensaje espiritual transmitido por el Señor a santa Faustina Kowalska, sintetizado en la invocación “¡Jesús, confío en tí!” (Benedicto XVI, Regina Caeli del 19 de abril de 2009).
Como afirmó el Santo Padre en el día del cuarto aniversario de su elección como Sumo Pontífice, es la Divina Misericordia la que nos hace sentir a todos amados y perdonados por el Señor. El don más grande que brota del Sacrificio salvífico de Cristo para toda la humanidad, es precisamente la manifestación de su amor misericordioso que perdona. Este amor, esencia de la Santísima Trinidad se infunde como don de gracia en los corazones de todos los que se abren a la fe en el Señor Jesús, que ha muerto y resucitado por nosotros. Con el “Jesús confío en Ti”, se expresa el acto fundamental del cristiano, el de la confianza incondicionada en el Redentor.
El misterio de la Divina Misericordia es el corazón del anuncio cristiano y debe por ello impregnar toda la predicación de los ministros sagrados, a los cuales el Señor mismo, por medio de una humilde religiosa polaca, Santa Faustina Kowalska, hizo una promesa extraordinaria: “Di a mis Sacerdotes que los pecadores endurecidos se enternecerán por sus palabras cuando ellos hablen de mi Misericordia ilimitada y de la compasión que tengo por ellos en mi corazón. A los Sacerdotes que proclamen y exalten Mi Misericordia, les daré una fuerza maravillosa, unción a sus palabras y conmoveré los corazones a los que ellos hablen” (Diario, 1521).
En todo corazón humano hay un profundísimo anhelo de libertad, que Dios ha puesto en el ser del hombre, creado a su imagen y semejanza. Es impensable una felicidad, un amor que no esté bajo el signo de esta libertad. Cuando éramos niños, el gozo habitaba en nuestro corazones porque éramos libres: libres de nosotros mismos, del mundo y de la experiencia voluntaria y personal del pecado. Se saboreaba el sabor típico de la verdadera libertad de los hijos de Dios.
Todos tenemos necesidad de la Divina Misericordia para volver a ser libres para amar a Dios y a los hermanos. Solo la misericordia de Dios tiene efectivamente el poder de liberarnos de nuestros pecados, que nos obstaculizan el camino a la felicidad. Jesús, precisamente el día de su Resurrección, apareciéndose a los Apóstoles en el cenáculo, ha querido transmitir, por medio de ellos y de sus sucesores, a todos los sacerdotes el poder inmenso de absolver los pecados mediante el sacramento de la reconciliación (cfr. Jn 20, 19-23).
No es ciertamente casualidad que precisamente en los tiempos fuertes del Año litúrgico, ya sea el Adviento con la Navidad, ya sea la Cuaresma con la Pascua, los fieles cristianos perciban la necesidad particular de ir a confesarse, como si fueran atraídos misteriosamente por el misterio inefable de la misericordia divina. A la misma Faustina Kowalska, a propósito de la confesión, Jesús le indica una verdad muy consoladora: “Di a las almas dónde deben buscar los consuelos, esto es en el tribunal de la Misericordia. Allí se realizan los más grandes milagros que se repiten continuamente. Para obtener este milagro no es necesario hacer peregrinaciones a tierras lejanas ni celebrar ritos externos solemnes, sino que basta con ponerse con fe a los pies de uno de mis representantes y confesarle la propia miseria, y el milagro de la Divina Misericordia se manifestará en toda su plenitud. Incluso si un alma fuese como un cadáver en proceso de descomposición y no existiese humanamente ninguna posibilidad de resurrección y todo estuviese perdido, no sería así para Dios: un milagro de la Divina Misericordia resucitará esta alma en toda su plenitud. ¡Oh! ¡Infelices los que no aprovechan este milagro de la Divina Misericordia! ¡Lo invocaréis en vano, cuando sea demasiado tarde!” (Diario, 1448).
Qué gran gozo recuperar la libertad perdida con el pecado. De esclavos volvemos a ser libres, de muertos, vivos... Por ello los que tienen la experiencia de una verdadera conversión, por medio del perdón incondicional del Padre, sienten que “renacen” a una vida nueva. Cuántas veces, de los labios de los conversos – y todos estamos llamados a serlo cada vez más – se ha recogido la exclamación: “¡me he convertido en otro!” Sí, cuando la libertad para el bien, la belleza y la verdad, se vuelve una vez más la compañera de nuestra vida, cuando existe la libertad del vicio y del pecado – que nos empuja a hacer el mal que no queremos y a no hacer el bien que deseamos -, entonces el gozo acompaña una vez más la libertad y el corazón experimenta la felicidad de haber vuelto libre para Dios, el Sumo Bien.
La Divina Misericordia es la vía de acceso a la verdadera libertad del hombre. Es su misma vida de gracia que, en virtud del perdón implorado y concedido, reabre al pecador la puerta de la verdad: verdad sobre Dios, sobre sí mismo, sobre el mundo. Con su resurrección el Señor nos ha regalado, en la Divina Misericordia, la posibilidad de que sean perdonados todos los pecados, si solo se lo pedimos humildemente a Él. Cada vez que acudimos a recibir el Sacramento de la Reconciliación entramos en contacto vivo con el misterio de la misericordia divina y, por medio del sacerdote que nos concede la absolución, encontramos el mismo amor que perdona, experimentado y recibido por los Apóstoles en el Cenáculo el día de la Pascua: “a quienes perdonéis los pecados les serán perdonados” (Jn 20, 23). ¡En esta palabra de Jesús se encuentra el espacio inmenso del amor misericordioso de Dios por nosotros! (Agencia Fides 22/4/2009; líneas 69, palabras 1063)


Compartir: