VATICANO - “AVE MARÍA” por mons. Luciano Alimandi - Un corazón indiviso para Dios

miércoles, 15 octubre 2008

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - El Señor Jesús vino a la tierra para revelar a cada uno de nosotros la voluntad de Dios: el camino de la santidad, es decir de la más íntima comunión con Él y, a través de Él, con el Padre, en el amor en el Espíritu Santo. Los santos son aquellos que lo han seguido, caminando detrás de Él, en el cumplimiento de toda voluntad Suya. Ningún hombre sobre la tierra está excluido de este camino, porque la llamada de Dios a la santidad es universal: alcanza a cada uno y abraza a todos. Para llegar a ser como Dios nos quiere, es decir santos, necesitamos conocer a Jesús, ya que sólo Él es nuestra perfección. Él es “el Camino”, para llegar a “la Verdad”, de donde podemos tener en nosotros “la Vida” (cf. Jn 14, 6).
El Señor Jesús vino a la tierra, y se quedó, para darse a conocer y llevarnos al Padre. Ha fundado Su Iglesia, Su Cuerpo místico, para continuar esta obra de salvación, en todo tiempo y en todo lugar. Ha instituido el sacerdocio ministerial para donarse a aquellos que creen en Él, como Pan de vida eterna, en la Santísima Eucaristía que es celebrada en los altares de todo el mundo solamente por los ministros ordenados.
La única razón de la Iglesia es, por lo tanto, Su Esposo, el Señor Jesús. Es Él a quien ella celebra, es Él a quien anuncia, es Él a quien testimonia, a quien alaba, a quien proclama como único Salvador del mundo… ¡Cuánto es grande entonces la tarea de cada cristiano! ¡Cuánto es grande el Señor Jesús, que el cristiano lleva en el corazón! Sin embargo, hay una lucha que él siento dentro de sí. El combate espiritual es entre la carne, es decir la propia voluntad centrada en el “ego”, y el Espíritu, es decir Dios y Su voluntad. En efecto, “Dios es Espíritu y quienes lo quieren adorar, deben adorarlo en espíritu y verdad” (Jn 4, 24), pero ello es posible solamente si el hombre, como dice Jesús, “se niega a sí mismo”, el propio egoísmo, “toma su cruz” y se une a Jesús, “lo sigue” (cf. Mc 8, 34).
San Agustín, en su obra “De Civitate Dei”, escribe que la historia humana puede seguir dos direcciones: el amor hacia Dios construye la ciudad de Dios (Jerusalén), el amor cerrado sobre sí mismo construye “la ciudad del diablo” (Babilonia). “Dos amores han construido las dos ciudades: el amor terreno de sí mismos hasta el desprecio de Dios y el amor celestial de Dios hasta el desprecio de sí mismos”.
El camino de la perfección es, entonces, seguir a Jesús, unirse a Él, como un esposo que se une a su esposa con el sacramento nupcial, prometiéndole para siempre la fidelidad de un corazón indiviso. Los grandes Doctores de la Iglesia, como Santa Teresa de Jesús, han destacado repetidamente la absoluta necesidad, para seguir hasta el final a Jesús, de tener un corazón indiviso, una vida que no sea doble, sino abierta a Dios y que se desarrolle así en una única dirección, la de la santidad. Sólo con la firme decisión de amar a Dios y con una sólida vida sacramental y de oración, se logrará caminar en el Espíritu, huyendo de la esclavitud de las pasiones.
Lo enseña muchas veces el Apóstol de los Gentiles, como en este pasaje de la Carta a los Gálatas: “Pero, si sois conducidos por el Espíritu, no estáis bajo la ley… El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí; contra tales cosas no hay ley. Pues los que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias. Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu” (Gál 5, 18 ss).
El hombre puede engañarse a sí mismo y a lo demás, pero no puede engañar a Dios, con respecto a las propias intenciones del corazón: Dios las escruta y conoce perfectamente. El hombre que anhela a Dios no debe, por lo tanto, engañarse. Para pertenecer totalmente a Dios existe un solo camino, indicado por Jesús: “quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por causa mía y del evangelio, la salvará” (Mc 8, 35).
Este proceso de pérdida de sí mismos, es decir de la propia voluntad egoísta que se deja fácilmente seducir por el orgullo, la vanidad, la hipocresía… se llama “conversión”; no es, sin embargo, una conversión encerrada en sí misma, no es un perderse por perderse, sino es una “conversión a Dios”, es decir, que tiene como fin recibirlo a Él, recibir Su vida misma.
La Virgen María nos ha sido donada como Madre en este camino, para defendernos de las múltiples tentaciones y enseñarnos a perdernos en Dios, como Ella constantemente hizo, no buscándose a sí misma nunca, sino solamente a Él. Consagrándonos a su Corazón Inmaculado, cada día le pedimos humildemente que nos atraiga hacia Ella, que permanezcamos en el clima espiritual que se irradia desde su presencia maternal, para cuidar en nosotros un corazón puro e indiviso. (Agencia Fides 15/10/2008)


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