VATICANO - “AVE MARIA” por Mons. Luciano Alimandi - Renuncia a tí mismo y encontrarás a Jesús

miércoles, 30 julio 2008

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) – “El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel. También es semejante el Reino de los Cielos a un mercader que anda buscando perlas finas, y que, al encontrar una perla de gran valor, va, vende todo lo que tiene y la compra” (Mt 13,44-46). Las parábolas del tesoro escondido en el campo y de la perla preciosa, que el Señor propone para ayudarnos a entender el Reino de Dios, nos revelan –como sucede siempre con la Palabra de Dios– verdades muy profundas, las cuales se nos presentan como verdades salvadoras para nuestra vida de fe.
Sin la conciencia de la Verdad andaríamos a tientas en medio de una profunda oscuridad (cf. Jn 8,12), seríamos como ciegos que no saben de dónde vienen ni adónde van. Por ello Jesús vino al mundo, para que conozcamos la verdad y la verdad nos haga libres (Jn 8,32). Y, ¿cuál es la verdad sobre el Reino de Dios, sobre Aquel que nos trae el Reino de Dios? Jesús nos lo explica fundamentalmente a través de las parábolas. Sus enseñanzas se dirigen a todos, y por ello utiliza el lenguaje de los simples y no el de los doctos, que son una pequeña minoría de la humanidad.
Él se ha hecho pobre con los pobres, pequeño con los pequeños, para así poder llegar a todos los hombres. Quien quiere tener acceso a su doctrina debe necesariamente recorrer su camino (cf. Jn 14,6), que está hecho de sencillez y humildad: “Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es. Para que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios” (1Cor 1,27-29).
Cuidado con despreciar el lenguaje y las explicaciones sencillas de Jesús: ello llevaría inevitablemente a perder la ruta. Quien espera de Dios solamente manifestaciones “grandiosas” o cosas “grandes”, queda decepcionado, ya que Él da preferencia a la grandeza que se esconde en las cosas pequeñas. ¡Dios ama revelarse a través de la pequeñez!
Así pues, las parábolas de Jesús son como “pequeñas” historias, que sin embargo revelan grandes verdades; quien las minusvalora, ayer como hoy, pierde de vista el Reino de Dios, que Él regala a aquellos que entran a través de la puerta de la humildad: “En aquel tiempo, tomando Jesús la palabra, dijo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito” (Mt 11,25-26).
Las parábolas del tesoro escondido en el campo y de la perla preciosa nos dicen que el Reino, es decir, el Señor, no puede ser verdaderamente “encontrado” si no se le busca seriamente. Es así, por lo demás, como sucede con cualquier cosa que consideramos seria en nuestra vida: a ella se le dedica más tiempo y atención que a las otras. ¡Cuánto más si nos referimos al mismo Señor! ¿Cómo podríamos encontrarlo si no lo deseáramos y lo buscáramos poniendo todo de nosotros mismos? Y una vez encontrado, ¿cómo podremos “poseerlo” si no estamos dispuestos a dejarnos “poseer” por Él? En efecto, en las dos narraciones en cuestión Jesús subraya que tanto aquel que encuentra un tesoro en el campo como aquel que encuentra la perla “va y vende lo que tiene” para poder “poseer” aquello que en definitiva ha encontrado.
Lamentablemente, una gran tentación para el cristiano que ha “encontrado” a Jesús, es la de quererlo “poseer” sin renunciar al amor propio. Y ello es imposible, ya que para poseer al Señor, es decir para entrar en profunda comunión con Él y ser transformados por Él, es necesario abandonar el propio egoísmo, para poder ser como Él: ¡portadores del amor de Dios, o sea santos!
“Sed santos porque yo soy santo” (Lv 11,45). “sed pues perfectos como vuestro Padre celestial” (Mt 5,48). La verdad de nuestro llamado a la santidad, revelada en el Antiguo Testamento y anunciada con más fuerza por Jesús en el Nuevo Testamento, es de una importancia crucial: quien quiere ser discípulo de Jesús, debe primero renunciar a sí mismo, pues de otra manera será incapaz de seguirlo cargando con su propia cruz (cf. Mt 16,24). Esta cruz, es decir el sufrimiento que forma parte de la existencia humana, si no se acepta el hecho de que nuestro propio “yo” debe purificarse y liberarse de sí mismo, haciendo espacio al “yo” de Jesús, será acogida no ya como una bendición, sino como una maldición. Esta purificación es impulsada sobretodo por el sufrimiento, es decir por las pruebas que cada cristiano encuentra en su propio camino mientras intenta seguir al Señor. “No hay amor sin sufrimiento, sin el sufrimiento de la renuncia a sí mismos, de la transformación y purificación del yo por la verdadera libertad” (Benedicto XVI, homilía del 28 de junio del 2008).
El proceso de “venderlo todo” para “comprar el tesoro” encuentra su máximo significado en la cruz, ya que el hombre, en la escuela del sacrificio por amor, es educado cada vez más en el verdadero significado de su existencia: ser santo. Lo demás, usando las palabras del Eclesiastés, es “vanidad de vanidades, todo es vanidad” (Eccl 1,2). ¡Santa María Liberadora, ruega por nosotros! (Agencia Fides 30/7/2008)


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