VATICANO - AVE MARIA a cargo de Mons. Luciano Alimandi - ¡Qué grande es María!

miércoles, 21 noviembre 2007

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - El próximo domingo celebraremos la solemnidad de N.S. Jesucristo Rey del Universo, mientras hoy recordamos la Presentación de la Beata Virgen María en el Templo: la criatura más pura es ofrecida a Dios, a Él se consagra, para preparar el camino al Rey de reyes. La Virgen se ha ofrecido enteramente al Padre, en cada fibra de su ser totalmente puro y transparente, porque inmaculado. En modo misterioso, la Providencia divina preparaba a María sin que ella lo supiese, año tras año, para ser el verdadero Templo del Hijo de Dios, su casa virginal en la tierra, ¡Aquella que lo habría donado al mundo como Salvador!”
Una niña toda ella santa se consagraba para siempre al Dios Omnipotente, que habría realizado en Ella las maravillas más grandes en beneficio de todos los Pueblos. ¡El Rey vendrá y ha venido porque la Reina estaba lista para acogerlo!
Solo María Santísima ha sido hecha capaz, por la fuerza de la gracia divina, de ser la Madre de Dios y, por lo tanto, ser elevada a una dignidad que Santo Tomás de Aquino describe “casi infinita”: “la beata Virgen María, porque es Madre de Dios, tiene una dignidad en cierto modo infinita, derivante del bien infinito que es Dios” (Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 25, a. 6). ¿Meditamos lo suficiente estas palabras del Doctor de la Iglesia?
Solo sobre Ella, en efecto, el Espíritu Santo ha descendido para obrar el más grande milagro de todos los tiempos: “el Verbo se hizo carne y vino a habitar en medio de nosotros” (Jn 1, 14). Quien detiene la mirada sobre María, animado por una fe simple y pura, así como Jesús la ha querido, contemplando el misterio de la encarnación de Dios, no podrá sino sorprenderse de la excelsa grandeza de la Virgen Madre. Dios le ha donado, en el orden de la economía de la salvación, un rol absolutamente único: el de ser la Madre del Redentor y, por ello, también la Madre de todos los redimidos.
Este rol universal de María es progresivamente descubierto y nosotros cristianos del ventunésimo siglo, no hemos ciertamente llegado a la cumbre del conocimiento de María; menos aún nuestras alabanzas podrán ser suficientes para exaltar su grandeza. “De María nunquam satis”, recita un famoso dicho, y esto es verdadero incluso hasta nuestros días. La experiencia bimilenaria de la Iglesia nos dice claramente que la profecía del Magníficat se realiza, puntualmente, en cada siglo, en modo evidente: “Todas las generaciones te llamarán beata”.
Así como Isabel proclamó “¡bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿A qué debo que la madre de mi Señor venga a mí?” (Lc 1, 42- 43), porque ha reconocido en Ella la extraordinaria dignidad de Madre del Salvador, así también el Pueblo de Dios en camino, descubre siempre en María nuevas maravillas y, animado por el Espíritu Santo, bajo la guía del Magisterio de la Iglesia, eleva alabanzas, la invoca sin cansarse y da testimonio de su grandeza.
Llamar “beata” a María no significa solamente venerarla sino también reconocer cada vez más las profundidades y alturas de gracia, que su vocación contiene, y que se vierten en el corazón de cada uno y del mundo entero. Toda verdadera madre, en efecto, dona todo aquello que posee a los hijos, comenzando por su propia vida; ¡cuánto más aún la Madre de todas las madres! La auténtica devoción mariana se nutre del amoroso conocimiento de la Madre de Dios, que no puede sino generar el filial testimonio de nuestro pertenecer a Ella. Sí, María es grande y potente porque es la Madre de nuestro Redentor que desde la Cruz nos ha confiado a Ella: “Mujer, he ahí a tu Hijo”.
“Mujer eres tan grande y tanto vales/ que quien gracia quiere y a Tí no recurre/ es como quien quiere volar sin alas”. Estos versos altamente poéticos que Dante ha dedicado a la Virgen en la Divina Comedia, expresan claramente la mediación materna de María: quien quiere experimentar los milagros de la gracia, se diriga con confianza a la Madre de Dios y , como en Caná, Jesús transformará incluso los eventos de nuestra frágil existencia, cambiando la calidad y haciéndolos evenetos de misericordia.
La Virgen camina al lado del Hijo por los caminos del mundo y por los caminos misteriososdel Espíritu, lo introduce en la historia comunitaria y personala, pidiéndole en el banquete de nuestros días el milagro que nos parecía imposible, pero que, con Ella, se realiza siempre: el de la santidad. Este poder de María se revela a todos aquellos que a Ella se dirigen y que la aclaman gozosos: “¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿A qué debo que la madre de mi Señor venga a mí?” (Agencia Fides 21/11/2007; líneas 53, palabras 817)


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