VATICANO - Los cuatro “Actos” de la vida de fe del cristiano - El Acto de Caridad

miércoles, 11 abril 2007

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - Después de haber reflexionado en el tiempo de cuaresma sobre el Acto de Dolor, iniciamos hoy a considerar el Acto de Caridad, que sería mejor llamar “Acto de Amor”. En el lenguaje corriente, en efecto, la palabra “caridad” se limita demasiado frecuentemente al sentido de “hacer una caridad, dar limosna”. Y es algo muy diferente. Se trata, en el lenguaje de la oración, de un Acto de Amor hacia Dios y hacia el Prójimo. Ya que Dios “es infinitamente bueno y digno de ser amado”, nosotros amamos a Dios y somos conducidos consecuentemente a amar al prójimo. El Acto de Amor tiene este punto en común con el Acto de Dolor. Del mismo modo que Dios “es infinitamente bueno y digno de ser amado”, el pecador se arrepiente de su pecado y promete, con la ayuda de Dios, cambiar de vida y hacer penitencia.
Acto de caridad: “Dios mío, te amo con todo el corazón sobre todas las cosas, porque eres el bien infinito y nuestra felicidad eterna; y por amor tuyo amo al prójimo como a mí mismo y perdono las ofensas recibidas. Señor, que yo te ame cada vez más”.
“Infinitamente bueno y digno de ser amado” - Se contrapone frecuentemente el Dios del Antiguo Testamento, terrible, vengador, al Dios del amor revelado por Jesucristo en el Nuevo Testamento. Esto significa ignorar que el Amor de Dios se revela durante todo el arco del Antiguo Testamento y del Nuevo Testamento, comenzando por la creación del mundo y en particular por la creación del hombre, “a su imagen y semejanza” (cfr. Gen 1, 26a), y se expresa plenamente con la Encarnación y la Pasión de su Hijo. Efectivamente, la Carta a los Hebreos nos dice: “Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo” (Hb 1, 1-2a), que no es otro que el Verbo, la Palabra: “… y el Verbo era Dios… Y el Verbo se hizo carne…” (Jn 1, 1c, 14a).
Dos pasajes del Antiguo Testamento bastan para expresar este Amor infinito, exquisito, inefable de Dios por los hombres: “¿Se olvida una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus entrañas? Pero aunque ella se olvide, yo no te olvidaré” (Is 49, 15); “Mi corazón se subleva contra mí y se enciende toda mi ternura… porque soy Dios y no hombre” (Os, 11, 8c, 9c).
El Nuevo Testamento hablará de este Amor, que llega hasta la muerte, del Hijo de Dios: “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16) declara Jesús a Nicodemo.
Dar a su Hijo unigénito no es solo hacer que se encarne, tomando nuestra naturaleza humana; quiere decir tomar toda nuestra naturaleza humana, con sus debilidades excepto el pecado, para salvarla llevándola sobre la Cruz. En efecto, Jesús declara: “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando” (Jn 15, 13-14). Y también: “Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas” (Jn 10, 11).
La plenitud del Amor gratuito y desinteresado de Dios se manifiesta en la Encarnación del Verbo de Dios, con el fin de rescatarnos del pecado y de la muerte, por su muerte sobre la Cruz: «propter nostram salutem» (Símbolo Niceno-Constantinopolitano), por nuestra salvación.
San Pablo expresa este Amor que impulsa al Verbo de Dios a anonadarse, a despojarse de todo: “… siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp 2, 6-8). Así Jesús puede seguir entregando su espíritu: “consummatum est” (Jn 19, 30), todo se ha cumplido. Y el centurión que estaba frente a Él gritó entonces: “¡En verdad este hombre era hijo de Dios!” (Mc 15, 39b). (Continúa) (J.M.) (Agencia Fides 11/4/2007, líneas 45, palabras 728)


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