Las guerras que aniquilan a los pueblos y la “Tranquillitas Ordinis” de San Agustín

miércoles, 30 julio 2025

VaticanMedia

del Cardenal Dominique Joseph Mathieu OfmConv*

Teherán (Agencia Fides) - Ha transcurrido más de un mes desde la entrada en vigor del alto el fuego y aún estamos lejos de un acuerdo de paz. Todo hace pensar que, en lugar de considerar las negociaciones, las partes implicadas han recurrido a sus propios proveedores de armas para abastecerse y estar preparados para afrontar nuevas hostilidades. Al salir de Castel Gandolfo el 22 de julio, el Papa León XIII se dirigió a los periodistas y dijo: “Debemos animar a todos a abandonar las armas, así como el dinero que se esconde tras cada guerra”. Los analistas que hasta hace poco hablaban globalmente de un nuevo clima de Guerra Fría, ahora evocan una Tercera Guerra Mundial. A diferencia de la Segunda Guerra Mundial, ya no se trata de conquistas territoriales basadas en ideologías, sino de injerencias en territorios ajenos con el objetivo de desestabilizar los regímenes existentes.

Hemos pasado de un mundo bipolar —Occidente/Unión Soviética— a un mundo monopolizado, dominado por la hegemonía del llamado “mundo libre” ante una amenaza maligna. Hoy en día, evolucionamos hacia un mundo multipolar, con potencias emergentes como las del BRICS. El orden mundial está, por lo tanto, en plena transformación. Israel e Irán se acusan mutuamente de estar en riesgo de aniquilación. Uno ataca al sionismo judío, que oprime a los palestinos musulmanes; el otro ataca al régimen de los mulás, que amenaza la existencia misma de Israel con su programa nuclear. La principal fuente de conflicto reside en la ideología que demoniza al otro y sus supuestas ambiciones. Son las poblaciones, criminalizadas por la propaganda hostil, quienes pagan el precio. No pasa un día sin que se informe de la muerte de las llamadas víctimas colaterales.

Para minimizar el impacto de esta violencia, algunos invocan estadísticas que muestran que, a diferencia de guerras anteriores, el porcentaje de víctimas civiles es menor que en el pasado, con el objetivo de afirmar la supuesta moralidad de sus ejércitos; otros subrayan el derecho a la reciprocidad. Estos discursos alimentan cuestionamientos sobre el derecho a la defensa y la proporcionalidad de la respuesta. La disuasión diferenciada —el supuesto monopolio de las armas nucleares por un lado y el derecho a la defensa por otro— no pretende acercar a las dos partes. Asimismo, la guerra preventiva premeditada, justificada por una supuesta amenaza inminente, que podría imponer unilateralmente la paz mediante la capitulación o el derrocamiento del régimen, no es una solución. El terrorismo de Estado, con su infiltración, violencia o apoyo a ciertos países, partidos o grupos étnicos, no conduce a la paz.

En realidad, los pueblos desean vivir en paz. Pero sus líderes están sumidos en enemistades que solo conocen el lenguaje de las armas. Desde 1979, Irán e Israel han roto relaciones diplomáticas y se encuentran en un estado de tensión. Durante 46 años, no ha habido intentos de acercamiento, reconciliación ni procesos de paz. A nivel internacional, un acuerdo notable fue el Plan de Acción Integral Conjunto (PAIC), que preveía concesiones en las ambiciones nucleares de Irán, limitadas exclusivamente al uso civil, a cambio de un alivio de las sanciones. Las autoridades iraníes no descartan reanudar este acuerdo, pero solo si es justo y en un contexto de beneficio mutuo.

El Tratado de No Proliferación Nuclear no solo prohíbe a nuevas naciones adquirirlas, sino que también desmantela a las que ya las poseen. Los Estados que aún poseen arsenales, aunque los mantienen y modernizan, ahora evitan referirse a ellos como arsenales, prefiriendo el término “disuasorios”. La cita de Dag Hammarskjöld, “La ONU no fue creada para llevarnos al cielo, sino para salvarnos del infierno”, nos recuerda que cuando se codifican cartas universales, el objetivo es prevenir conflictos y catástrofes para evitar lo peor para la humanidad.

Como escribió Emmanuel Kant después de las Guerras Napoleónicas en su ensayo “Sobre la paz perpetua” (Zum ewigen Frieden, 1795): “El estado de paz entre los hombres que viven uno junto al otro no es un estado de naturaleza [...]; por lo tanto, el estado de paz debe establecerse”. Para abordar las urgencias del siglo XXI, Jeffrey Sachs afirma que “el camino hacia la paz reside en soluciones compartidas a problemas comunes —cambio climático, pandemias, pobreza— y no en la dominación militar” (Discurso en la Cumbre de Soluciones Globales, Berlín, 2021).

Así como los conflictos afectan al orden mundial, la paz debe ser un interés común, no estar sujeta al veto de unos pocos. En “La Ciudad de Dios”, san Agustín define la paz como la “tranquilidad del orden” (tranquillitas ordinis). Distingue dos niveles: la paz terrenal (relativa, que Santo Tomás de Aquino define como “temporal”), como medio necesario para que la vida social evite el caos —especialmente mediante tratados—, y la paz divina (absoluta y, según Aquino, “espiritual”), que constituye el fin último de la humanidad y requiere la conversión espiritual.

Jesús, poco antes de su pasión, nos recuerda que la paz es un don de Dios en Juan 14,27: “La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo”. También en el sufrimiento y la persecución, esta paz perdura porque es interior. Proviene de la unión con Dios. La paz terrenal es reflejo y fruto de la paz de Cristo. Como miembros de la Iglesia que, siguiendo los pasos de Cristo, promueve la dignidad humana, la justicia y la paz, debemos ser imparciales, dando al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.

Debemos trabajar por la paz entre las partes, no por la victoria de una de ellas (cf. 2 Co 5,18), amando al opresor y al oprimido, sin justificar la injusticia (Jn 3,16). Los cristianos están llamados a “odiar el mal” (Rm 12,9), pero a “bendecir a sus enemigos” (Mt 5,44). Como pueblos del mundo, todos somos hijos de Dios, creados a su imagen. Judíos, cristianos, musulmanes, hijos de Abraham, tenemos el deber moral de respetarnos unos a otros como hermanos y hermanas, hijos del mismo Padre. ¿Por qué querríamos luchar contra la singularidad de los demás? Desde que dirigimos nuestras armas contra nuestros semejantes, estos hermanos y hermanas han perdido su valor, convirtiéndose en enemigos aniquilados. Y las consecuencias afectan no solo al enemigo, sino al mundo entero.

La Santa Sede, en su labor diplomática por la paz y la reconciliación, explora todas las posibilidades para ofrecer un marco para unas negociaciones justas. La Iglesia universal y las Iglesias locales son, en la medida de lo posible, instrumentos de paz y caridad, cercanas a todos, especialmente a los más vulnerables, sin discriminación, y siempre a su lado en la oración. Esta es una expresión de la caridad cristiana y una respuesta al llamado evangélico a amar al prójimo.

Orar por las víctimas: esto significa pedir a Dios que inspire a los líderes a buscar soluciones pacíficas y evitar la guerra que ya no puede considerarse una solución, ya que sus riesgos cada vez mayores superan sus supuestos beneficios. El documento Antiqua et Nova, de 2025, reitera que la paz no puede lograrse solo con la fuerza, sino que debe construirse mediante una diplomacia paciente, la promoción activa de la justicia, la solidaridad, el desarrollo humano integral y el respeto a la dignidad humana.

El Papa Benedicto XVI también enfatizó en 2006, con motivo de la 39.ª Jornada Mundial de la Paz, que la paz es un don divino que exige la responsabilidad de conformar la historia humana al orden divino, y que el incumplimiento de la ley moral universal y los derechos humanos fundamentales impide la realización de la paz. Las heridas de Cristo están abiertas en el mundo de hoy. Jesús resucitado, saliendo del sepulcro, irrumpió en el Cenáculo y se las mostró a los discípulos asustados que se habían encerrado. Ahora nos invitan a abrir nuestras puertas para testificar al mundo que la oscuridad no tiene la última palabra. (Agencia Fides 30/7/2025)

*Arzobispo de Teherán-Isfahán


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