VATICANO - El Cardenal Crescencio Sepe, Prefecto de la Evangelización de los Pueblos, recuerda a Don Andrea Santero

jueves, 9 febrero 2006

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - “Si el grano de trigo que cae en la tierra , no muere, queda solo, pero si muere, produce mucho fruto” (Jn 12,24). Este era el versículo del Evangelio que Don Andrea Santoro, según el testimonio de los que estaban junto a él, repetía con más frecuencia. Casi un programa de vida que recordar continuamente o, considerando su muerte, un presagio y un anuncio de que el ofrecimiento de la propia existencia a causa del Evangelio no quedaría sin fruto. Don Andrea no era, ciertamente un descuidado o un imprudente: había estudiado a fondo y conocía bien la cultura y el ambiente en el que había elegido vivir, sabía que no se excluía un gesto extremo como el que le ha hecho perder la vida. Amaba profundamente a Dios y con la misma intensidad amaba a todos los hermanos que el Señor había puesto en su camino, tanto en Roma como en Turquía. Por lo demás existe una unión inseparable entre el amor a Dios y el amor al prójimo: “Ambos están tan estrechamente entrelazados, que la afirmación de amar a Dios es en realidad una mentira si el amor se cierra al prójimo o incluso lo odia. .. el amor del prójimo es un camino para encontrar también a Dios y el cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios.” (cfr. Deus Caritas est, n.16).
La posibilidad de sacrificar la propia vida por la causa del Evangelio forma parte del recorrido de todo misionero. La muerte violenta no es algo accidental en el camino, sino el ofrecimiento supremo, último y total, de la propia existencia que el misionero pone en las manos del Señor, consciente y amorosamente, sabiendo que la sangre derramada no será estéril, sino que se transformará en fuente de vida para la comunidad local y para toda la Iglesia. Don Andrea salió como misionero de la Diócesis de Roma, de la Iglesia bañada por la sangre de los Apóstoles Pedro y Pablo y construida sobre una estela innumerable de mártires. Volvió a los lugares originarios de la misma Iglesia, de donde comenzó a difundirse la buena noticia del Evangelio a través de San Pablo, El Apóstol de los Gentiles. Lo que en la fe había recibido de aquella tierra, como cristiano, casi quería restituirlo. Don Andrea no fue a Turquía para hacer proselitismo, para oponerse a la realidad en la que vivía, para cambiar la sociedad con la imposición: ha sido misionero con su presencia sencilla, orante y atenta a la pobreza material y espiritual que le rodeaba, movido enteramente del amor de Dios y de las personas que tenía cerca. “ Mi prójimo es cualquiera que tenga necesidad de mí y que yo pueda ayudar” ha escrito el Santo Padre Benedicto XVI en su Encíclica “Deus Caritas est” (cfr n.15), y este concepto, aun siendo universalizado continua siendo concreto, “no se reduce a la expresión de un amor genérico y abstracto, poco comprometido en si mismo, si no que reclama mi empeño práctico aquí y ahora”.
El Padre ha llamado a su lado a don Andrea en el día del Señor, después de renovar el sacrificio de la muerte y resurrección de Cristo en la Santa Misa, mientras estaba recogido en oración en la iglesia que se le había confiado. La comunión espiritual íntima y profunda que el sacerdote estaba viviendo en aquella hora se ha transformado en plenitud de vida en el abrazo eterno de Dios. Su sangre se ha unido a la de la estela de cientos de misioneros y misioneras que en el mundo han encontrado la muerte mientras estaban comprometidos sobre los miles frentes de las misiones: de muchos de ellos, nunca se sabrá nada, quizá ni su nombre o el lugar donde han sido sepultados. Pero su muerte es preciosa a los ojos de Dios y toda la Iglesia es deudora del testimonio de fe, de amor y de valentía que han profesado.
Don Andrea era un sacerdote de la Diócesis de Roma enviado a Turquía como “Fidei Donum”, “don de fe”. En la vigilia del 50 aniversario de la Encíclica del Papa Pío XII que instituyó el comienzo de esta particular forma de servicio misionero, oremos para que la sangre derramada de este sacerdote riegue el terreno de nuestras Iglesias locales, fluya abundantemente por los corazones de los sacerdotes, religiosos, religiosas, se derrame en los jóvenes, para inflamarlos y abrirlos a las misiones.
Mientras entregamos a la tierra el cuerpo mortal de don Andrea, en espera del día de la Resurrección y de la alegría sin fin, pidamos al Señor que “el sacrificio de su vida contribuya a la causa del diálogo entre las religiones y de la paz entre los pueblos” (Benedicto XVI, audiencia general, 8 febrero2006), con la certeza de que cuando el Señor quiera, en el momento y de la manera que solo el conoce, la Iglesia y el mundo podrán recoger abundantemente los frutos que nacen de este grano de trigo puesto en el terreno. (Card. Crescenzio Sepe) (Agencia Fides 9/2/2006; Líneas: 61 Palabras: 867 )


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