VATICANO - “AVE MARÍA” por mons. Luciano Alimandi - ¡El corazón del testigo!

miércoles, 9 septiembre 2009

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) – Como los discípulos en tiempos de Jesús, también a nosotros hoy nos cuesta creer y abandonarnos a Su omnipotencia; no siempre nos dirigimos a Él con aquella confianza directa y simple que debería caracterizar la existencia del verdadero creyente en Cristo. Incluso profesando nuestra fe en la Divinidad de Jesucristo, sabiendo que para Dios nada es imposible, dudamos no pocas veces en nuestras oraciones, y en nuestra relación con Jesús no “osamos” suficientemente, como si entre Él y nosotros hubiese un abismo.
Jesús, que posee un incomprensible amor por nosotros, quisiera colmarnos de Sí, haciendo sobreabundar en nosotros Su vida divina. Nosotros, ante este océano sin límites de amor, en vez de zambullirnos y sumergirnos en él, tenemos la tentación de quedarnos en la orilla, cavando huecos, contentándonos con el poco de agua que encontramos en ellos.
Exactamente como en los tiempos de Jesús: la gente lo escuchaba, pasaba cerca a Él, veía sus milagros, pero cuando se trataba de dar el paso decisivo de la fe en Él, entonces se daba la vuelta y eran pocos los que se quedaban y lo seguían.
Jesús ha venido para donarnos a todos el verdadero Amor, la salvación, la liberación del mal y del pecado, pero cuántas veces el hombre se resiste ante este ofrecimiento absolutamente gratuito.
El Evangelio da testimonio de que no hay ningún milagro que Jesús haya rechazado a quien se lo pedía con confianza, no hay ninguna mano que se haya abierto ante Él y que haya permanecido vacía, no hay ningún corazón que haya buscado consuelo en Él y haya quedado desconsolado... Jesús no rechaza a nadie, acoge a todos e, incansablemente, le repite a cada uno la invitación de siempre: “venid a mí, vosotros que estáis cansados y agobiados, y yo os daré el descanso” (Mt 11, 28), “si alguno tiene sed, venga a mí, y beba quien cree en mí” (Jn 7, 37-38).
El Domingo pasado, la Liturgia de la Palabra nos ha mostrado el evento del sordomudo sanado por Jesús: “Le presentan un sordo que, además, hablaba con dificultad, y le ruegan imponga la mano sobre él. El, apartándole de la gente, a solas, le metió sus dedos en los oídos y con su saliva le tocó la lengua. Y, levantando los ojos al cielo, dio un gemido, y le dijo: ‘Effatá’, que quiere decir: ‘¡Ábrete!’. Se abrieron sus oídos y, al instante, se soltó la atadura de su lengua y hablaba correctamente” (Mc 7, 32-35).
Es interesante también constatar que ese sordomudo no fue sólo donde Jesús sino que se ha dejado acompañar: “le presentan un sordo que, además, hablaba con dificultad, y le ruegan imponga la mano sobre él”.
Cuántas veces tenemos necesidad de la ayuda de discípulos del Señor que nos ayuden a nadar en el “mar” de Jesús, a creer más en su omnipotencia de gracia. Es un gran don de la divina Providencia el encontrar corazones verdaderamente abiertos a la gracia de Dios, que, con su fe y testimonio de vida, nos alientan a ir hacia Jesús, nos “llevan” hacia Él, atrayéndonos con la fascinación de una vida entregada a Él, de una alegría que no tiene igual. Corazones generosos que intercedan por nosotros ante el Padre para pedirle aquello que nosotros, todavía no osamos esperar.
Qué hermoso será un día, en el Cielo, ver de nuevo los rostros, transfigurados allá arriba, de quienes sobre esta tierra nos han indicado, incluso sin darse cuenta, el Rostro de Jesús. Este Rostro se esconde detrás de tantos rostros que lo testimonian, muchas veces con pequeños signos de amor: una sonrisa o una mirada llena de comprensión, una palabra o un gesto de caridad, un silencio discreto o un consejo desinteresado... Incluso el don más pequeño está cargado de eternidad, cuando los realizamos unidos a Jesús.
Es famosa la frase de Pablo VI sobre la importancia de los testigos: “el hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escuchan a los que enseñan, es porque dan testimonio” (Evangelii Nuntiandi, 41). El testigo, con su testimonio de vida, nos “transporta” hacia Jesús. Por ejemplo, cuántos “santos” predicadores, con su palabra y su vida, han guiado las almas, abiertas al soplo de la gracia, a encontrar a Jesús y a experimentar así la misericordia divina.
Deberíamos agradecer a Dios por cada “testigo” de Cristo que hemos encontrado en nuestro camino, desde que, mediante el bautismo, fuimos hechos hijos de Dios. Él, en su bondad, no deja que nos falte el apoyo de dichas almas que, sin embargo, debemos tener la humildad de saber reconocer como instrumentos de gracia que nos “llevan” hacia Él.
El sordomudo, como el paralítico (cf. Lc 5, 18-25), se dejó conducir a Jesús por quien confiaba en Él, por quien él sabía, por intuición de fe o por experiencia directa, que si uno se dirige a ese Hombre no se regresa con las manos vacías.
El Señor Jesús antes de morir sobre la Cruz nos ha dejado como Madre nuestra su misma Madre (cf. Jn 19, 25-27). El 15 de setiembre celebraremos la memoria de la Virgen Dolorosa y, así, recordaremos y acogeremos de nuevo el inmenso don que nos hice Jesús confiándonos a su Madre Santísima. La Virgen María nos lleva infaliblemente a Jesús y si verdaderamente confiamos en su guía, alrededor nuestro florecerá el desierto, comenzando por nuestros corazones.
“Santa María, Madre de Dios, consérvame un corazón de niño, puro y cristalino como una fuente. Dame un corazón sencillo que no saboree las tristezas; un corazón grande para entregarse, tierno en la compasión; un corazón fiel y generoso que no olvide ningún bien ni guarde rencor por ningún mal. Fórmame un corazón manso y humilde, amante sin pedir retorno, gozoso al desaparecer en otro corazón ante tu divino Hijo; un corazón grande e indomable que con ninguna ingratitud se cierre, que con ninguna indiferencia se canse; un corazón atormentado por la gloria de Jesucristo, herido de su amor, con herida que sólo se cure en el cielo. Amén”. (L. de Grandmaison) (Agencia Fides 9/9/2009; líneas 67, palabras 1018)


Compartir: