VATICANO - “Ave María” por mons. Luciano Alimandi - Jesús no quita nada y lo da todo

miércoles, 2 septiembre 2009

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - "‘Escúchenme todos y entiendan bien: no existe nada fuera del hombre que entrando en él pueda contaminarlo; lo que sale de dentro es lo que contamina al hombre’. Cuando apartándose de la gente, entró en una casa, sus discípulos le preguntaron sobre el significado de la parábola. El les dijo: ‘¿Conque también vosotros estáis sin inteligencia? ¿No comprendéis que todo lo que de fuera entra en el hombre no puede contaminarle, pues no entra en su corazón, sino en el vientre y va a parar al excusado? ’ - Así declaraba puros todos los alimentos. Y decía: ‘Lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre’" (Mc 7, 14-23).
En esta enseñanza, que se escuchó el domingo pasado en nuestras Iglesias, Jesús pone de nuevo el acento en la importancia de la interioridad del hombre, es decir, en la dimensión del corazón, porque es ahí donde se vive la existencia humana, hecha de alegrías y de dolores, de anhelos e inquietudes. Es desde el interior que cada persona afronta las decisiones de su propia vida, grandes o pequeñas, viviendo así entre éxitos y desventuras.
¡Cuánta soledad experimenta el corazón humano si no se dirige a Dios; cuántos dispares combates con su proprio egoísmo, que no logra vencer si no se alía con Él! En efecto, Sólo Dios que ha lo ha creado, puede responder a todas sus inquietudes y colmarlo de serenidad dándole descanso, como escribe San Agustín. Sin embargo, para que Dios pueda “entrar” en el corazón del hombre debe encontrar un espacio abierto, un sendero preparado para su venida, dulce y discreta.
El Señor Jesús ha venido para salvar el “corazón” y reconducirlo a su inocencia original, aquella que el hombre había perdido definitivamente al dejarse contaminar por la propia soberbia y por el engaño del Maligno. Para poder ejercitar su amable soberanía sobre nuestras pasiones y egoísmos, Jesús debe “entrar” en nuestro corazón. Él, en efecto, no nos redime superficialmente y no se contenta con un culto exterior pero vacío interiormente. Jesús quiere, ante todo, el corazón. Si lo conquista para Él con su amor, todo lo demás adquiere sentido y se mantiene en pie: la casa permanecerá estable porque estará fundada sobre roca (cfr. Mt 7, 24-25).
Jesús, como Mendigo de amor, está a la puerta de cada libertad humana y repite, sin cansarse, las palabras más fascinantes: “Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno escucha mi voz y me abre, entraré en su casa, cenaré con él y él conmigo.” (Ap. 3, 20). Para abrir la puerta del corazón, es necesario un movimiento que comprometa las facultades superiores de nuestra alma, que parta de lo más íntimo y vaya hacia Él sin demora. ¡Dicho acto se llama fe!
Cuanto más grande es el acto de fe, más se abre el interior del hombre a la venida de Dios en él. Cuando nos lanzamos con fe hacia el Señor, entonces lo divino irrumpe en lo humano de nuestra existencia; poco a poco se transforma, porque donde Dios entra nada queda como antes. Donde antes reinaba el egoísmo, reinará el amor, donde habitaba la insensatez, será la casa de la sabiduría. El mal, en todas sus formas, retrocederá para dar espacio al bien y la virtud perfumará cada vez más el corazón del hombre, alejándolo del mal olor de los vicios.
El Señor nos quiere manifestar la omnipotencia de su amor dirigiéndose a nuestro corazón y conquistándolo. El corazón de los santos es el escenario de la más bella conquista de Dios, de la más grande aventura humana: Jesucristo entrando en la vida de un pobre pecador y transformándola, haciéndola una maravilla a los ojos de todos; basta pensar en la vida de un San Francisco y de un Santo Domingo o, antes que ellos, de un San Agustín… Son innumerables los “corazones” en que se han dejado conquistar por el amor de Dios y se han convertido, a su vez, en imanes vivientes para tantos otros corazones que, gracias a ellos, han descubierto ser amados infinitamente por el Señor.
La invitación de la Iglesia, especialmente por boca de los Sumos Pontífices, está entonces dirigida al corazón del hombre y es la misma de siempre: ¡ábranse al Señor! Siguiendo los pasos del Siervo de Dios Juan Pablo II, el Santo Padre Benedicto XVI, desde el primer día de su Pontificado, renovó la misma invitación con extraordinaria claridad: “En este momento mi recuerdo vuelve al 22 de octubre de 1978, cuando el Papa Juan Pablo II inició su ministerio aquí en la Plaza de San Pedro. Todavía, y continuamente, resuenan en mis oídos sus palabras de entonces: “¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!” El Papa hablaba a los fuertes, a los poderosos del mundo, los cuales tenían miedo de que Cristo pudiera quitarles algo de su poder, si lo hubieran dejado entrar y hubieran concedido la libertad a la fe. Sí, él ciertamente les habría quitado algo: el dominio de la corrupción, del quebrantamiento del derecho y de la arbitrariedad. Pero no les habría quitado nada de lo que pertenece a la libertad del hombre, a su dignidad, a la edificación de una sociedad justa. Además, el Papa hablaba a todos los hombres, sobre todo a los jóvenes. ¿Acaso no tenemos todos de algún modo miedo –si dejamos entrar a Cristo totalmente dentro de nosotros, si nos abrimos totalmente a él–, miedo de que él pueda quitarnos algo de nuestra vida? ¿Acaso no tenemos miedo de renunciar a algo grande, único, que hace la vida más bella? ¿No corremos el riesgo de encontrarnos luego en la angustia y vernos privados de la libertad? Y todavía el Papa quería decir: ¡no! quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada –absolutamente nada– de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren las puertas de la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera. Así, hoy, yo quisiera, con gran fuerza y gran convicción, a partir de la experiencia de una larga vida personal, decir a todos vosotros, queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida. Amén” (Benedicto XVI, Homilía en la Misa de inicio de su Pontificado, 24 de abril de 2005). (Agencia Fides 2/9/2009, líneas 71, palabras 1145)


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