VATICANO - “Ave María” por mons. Luciano Alimandi - Venid a un lugar apartado a descansar un poco

viernes, 24 julio 2009

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - Parte del tiempo estivo es generalmente dedicado, cuando es posible, a las vacaciones. Período, este, particularmente adecuado no sólo al justo reposo y a la distensión del cuerpo, sino también a reencontrar las fuertes verdades del espíritu, las que, para entendernos, nutren el alma. Esta, en efecto, creada por la Suma Verdad y el Sumo Bien que es Dios, no puede reposarse – como afirma estupendamente San Agustín – si no en Dios sólo: “nos has hecho Señor para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que no repose en Ti” (Confesiones I, 1,1).
El Señor nos ha creado para Él. No ha sido el hombre ni a darse el ser ni a darse el objetivo de su existencia. El ser del hombre, es decir su alma, y su objetivo, es decir su vocación, han sido dados por Dios, que es Creador y Señor de toda la creación.
El hombre es libre de corresponder o no al proyecto creativo del Padre que es el de santificarnos, como nos enseña en modo magistral San Pablo: “bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo;
 por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor;
 eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad” (Ef 1, 3-6).
Para un cristiano, por lo tanto, la llamada y el compromiso por la santidad no se van nunca de vacaciones. La tensión hacia la conversión del corazón no debería conocer pausas, ni estivas ni invernales. Por otro lado el verdadero reposo consiste en encontrarse cada vez más profundamente uno mismo en Dios.
Podemos decir que el tiempo de vacaciones es particularmente indicado para redescubrir la llamada a la santidad, porque el ritmo de este tiempo, también para nosotros sacerdotes, se presta más favorablemente a la reflexión y a la meditación, al silencio y a la oración, absolutamente necesarios para reconcentrar el intelecto, luz y guía de la voluntad, sobre las verdades esenciales de la fe y de toda la existencia humana: entera, porque no acaba con la muerte sino que desemboca en la eternidad. Profundizar la llamada a la santidad, renovar la propia vida espiritual, es sólo posible si lo hacemos unidos al Espíritu Santo, Espíritu de Verdad que nos santifica en Cristo Jesús.
En la secuencia de Pentecostés se invoca la venida del Paráclito con palabras cargadas de significado, que se apoyan con seguridad sobre la Revelación y la Tradición de la Iglesia, y que son por lo tanto inmutables. Con ellas se quiere subrayar el papel vital del Espíritu Santo, llamado con razón “suave alivio”, que trae la paz del alma, “en el trabajo descanso” (de la “Secuencia de Pentecostés”).
Rezar esta secuencia, no solamente en Pentecostés, sino todo los días, atrae sobre nosotros una gracia especial, vinculada al hecho de que uno se abre a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad e invoca su venida poderosa: “Ven, Padre de los pobres, ven a darnos tus dones, ven a darnos tu luz”.
Si rezásemos con mayor frecuencia y fe esta secuencia experimentaríamos con más eficacia la fascinación de la presencia del Espíritu Santo en nuestra vida. Jesús ha prometido, en el Evangelio, que el Padre nos quiere dar todo don si se lo pedimos con confianza, en modo particular el don de los dones, el Espíritu Santo: “Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!” (Lc 11, 13).
Porque estamos hechos de cuerpo y alma, un descanso limitado solamente al cuerpo sería, justamente, un descanso parcial. Buscar revigorizarse sólo físicamente sería ciertamente limitado. Nuestra alma, como el cuerpo, necesita recuperar las energías perdidas. Esto lo experimentamos todos.
Ya al inicio de la semana sentimos cuantas energías espirituales son necesarias para vivirla bien y cuando llega el “Domingo”, “Día del Señor”, respiramos aliviados, porque, finalmente, ha llegado el día de recargarnos, física y espiritualmente, de descansar completamente: el alma y el cuerpo.
El alma descansa cuando encuentra de nuevo su centro vital, que es la comunión con Dios, hecha posible por Jesús que nos dona el Espíritu Santo; “sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo” (Jn 20,22). Jesús desde el Cielo ha bajado sobre la tierra, para que nosotros desde la tierra subiésemos al Cielo, gracias a la acción del Espíritu Santo que nos “empuja hacia lo alto”.
Así el hombre “descansa” totalmente cuando encuentra el vínculo esencial, de su ser, con Dios, con su Santo Espíritu que es el Amor. Todo se calma en el alma cuando uno se abandona en las manos de Dios, que son las manos de nuestro Señor Jesucristo. Él mismo ha querido que los apóstoles se reposen, después de sus primeros trabajos apostólicos: “venid aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco” (Mc 6, 31), como diciéndoles: permaneced conmigo, porque sólo en la comunión conmigo todo asume un valor verdadero y duradero.
Estas palabras del Señor, “venid aparte”, valen particularmente para todos los sacerdotes que, como el Santo Padre ha enseñado varias veces, están llamados a una intensa vida de comunión con Dios: “nadie puede dar lo que no posee él mismo, es decir, no podemos transmitir el Espíritu Santo de modo eficaz, hacerlo perceptible, si nosotros mismos no estamos cerca de él. Precisamente por eso creo que lo más importante es que nosotros mismos permanezcamos, por decirlo así, en el radio del soplo del Espíritu Santo, en contacto con él. Sólo si somos tocados continuamente en nuestro interior por el Espíritu Santo, sólo si él está presente en nosotros, podemos también nosotros transmitirlo a los demás” (Benedicto XVI, encuentro con el Clero de la Diócesis de Bressanone, 6 de agosto de 2008). (Agencia Fides 24/7/2009; líneas 68, palabras 993)


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