VATICANO - “Ave María” por mons. Luciano Alimandi - La fuerza de Dios se manifiesta en la debilidad

jueves, 9 julio 2009

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - La raíz de nuestras rebeliones contra el Señor se encuentra en la soberbia que, se podría decir, nos mueve a dejar de lado a Dios, a hacernos sentir autosuficientes, es decir, en grado de manejar nuestra vida e, incluso, la de los demás. La inteligencia del hombre, don que le ha sido dado por Dios, si no permanece humilde, puede incluso volverse contra Dios, engañándose de poder crear un camino alternativo al establecido por el Señor, que la quisiera orientada hacia la Suma Verdad y el Sumo Bien que es Él mismo. La Sagrada Escritura nos habla de dichas rebeliones, comenzando por la de Adán y Eva que causó el “pecado original”.
Es justamente la soberbia que ciega la mente y paraliza el corazón del hombre, es decir su interioridad, obstaculizándole el recorrido hacia la Luz eterna que resplandece en toda su plenitud en la Persona de Jesús, el Logos de Dios encarnado.
El Señor Jesús ha puesto como condición fundamental para seguirlo negarse a sí mismo y tomar la propia cruz (cf. Mc 8, 34), es decir, acoger la propia realidad.
El Pueblo de Israel se lamentaba y se rebelaba contra Dios, reprochando a Moisés, exigiendo soluciones según lógicas humanas, dictadas por una inteligencia no guiada por la humildad, sino ofuscada por la soberbia. Así sucede también en nuestros días. ¿Cuántas veces nos presentamos ante el Señor con nuestros problemas y queremos que intervenga con las soluciones que nosotros le prospectamos? ¿Y cuál es la solución que más nos convence? ¡La de ver el problema eliminado!
¿Pero qué nos enseña la Palabra de Dios al respecto? ¿Cómo ponernos ante aquello que nos hace débiles, que nos problematiza? San Pablo da una descripción estupenda.
“Y por eso, para que no me engría con la sublimidad de esas revelaciones, fue dado un aguijón a mi carne, un ángel de Satanás que me abofetea para que no me engría.
Por este motivo tres veces rogué al Señor que se alejase de mí. Pero él me dijo: ‘Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza’. Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte” (2Cor 12, 7-10).
Pablo nos enseña, inclusive, a “gloriarnos” de nuestras dificultades, de todo aquello que sufrimos por Cristo, porque “cuando somos débiles, entonces es que somos fuertes”, con la misma fuerza de Dios.
“Mi gracia te basta...” le responde Jesús a Pablo y a cada uno de nosotros cuando, cansados de los problemas externos e internos, le pedimos desalentados de eliminarlos.
La solución que Dios tiene siempre lista para resolver todos aquellos problemas que la vida nos presenta y que nosotros confiamos a Jesús es: “su gracia”.
Dios, Él mismo es la solución a nuestros problemas: “mi gracia te basta”. Es esta solución que debemos pedir a Dios: dame tu fuerza para soportar los problemas, y cuantos más serán, tanta mayor fuerza me darás. En la lógica y pedagogía de Dios, que nos educa para llegar a ser cada vez más sus hijos, es decir, niños, el “no lograr hacerlo solos” nos hace más “capaces” de abrirnos a Jesús, buscando su ayuda y haciéndonos más pacientes y disponibles con los hermanos necesitados.
Ay de aquel que se siente fuerte en la vida, que se cree “afirmado”: corre el riesgo de ensoberbecerse. Es por esto que San Pablo repite, dos veces, que la razón de sus debilidades y de sus problemas es “para no ensoberbecerse”.
¡Qué maravillosa confesión de humildad! Pablo no se lamenta de su debilidad, sino que ve su necesidad para permanecer humilde. Esa debilidad, en efecto, no es pecaminosa, no ofende a Dios, al contrario: el sufrimiento, si es soportado y ofrecido a Jesús, nos hace más conformes a Él! Es por esto que los grandes santos le pedían al Señor no tanto el éxito cuanto el fracaso, no tanto la victoria cuanto la derrota, no tanto la exaltación cuanto la humillación... San Ignacio de Loyola, fundador de los jesuitas, en el lecho de muerte, a quien le preguntaba qué esperase para su “Compañía de Jesús” respondía: “persecuciones”. Ciertamente se necesita coraje para hablar así, pero evidentemente Ignacio, como Pablo, no razonaba en modo humano, sino como quien había tenido la experiencia de la extraordinaria fuerza de Dios que se manifiesta justamente en la debilidad. (Agencia Fides 9/7/2009; líneas 52, palabras 762)


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