VATICANO - “AVE MARÍA” por mons. Luciano Alimandi - La vitalidad de la Iglesia es fruto del Espíritu

miércoles, 3 junio 2009

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - “Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar.
De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban.
Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos;
quedaron todos llenos del Espíritu Santo” (Hch 2, 1-4). Con estas palabras, los Hechos de los Apóstoles describen el Evento del Primer Pentecostés de la Iglesia, prometida por Jesús antes de ascender al Cielo (cf. Lc 24, 49).
El Espíritu santo debía venir, pero ninguno de los discípulos habría podido imaginar como habría venido. Por otro lado, el Señor Jesús, hablando de la acción del Espíritu en el alma, lo había comparado al “viento” (cf. Jn 3, 8), subrayando que esta acción era imprevisible, incontrolable, no podrá nunca ser encerrada en nuestros esquemas y proyectos humanos, escapará siempre a nuestro “aferrar” porque, se podría decir, el Espíritu Santo es la infinita Libertad de Dios.
La Iglesia, desde siempre, está en las manos del Espíritu Santo. No son los hombres que deciden su curso y su desarrollo, sino el único Protagonista de sus días, de sus celebraciones, de sus eventos mistéricos, de sus obras fecundas... es siempre y sólo Él: el Espíritu Santo que es el Alma de la Iglesia. “La Iglesia es incesantemente plasmada y guiada por el Espíritu de su Señor. Es un cuerpo vivo, cuya vitalidad es fruto del invisible Espíritu divino” (Benedicto XVI, homilía del 31 de mayo de 2009).
Jesús había dicho que habría sido el Espíritu Santo a introducir a los discípulos en la verdad toda entera, etapa tras etapa (cf. Jn 16, 13). Esto lo está realizando ininterrumpidamente desde hace dos mil años, desde que inició a obrar potentemente en el corazón de los Apóstoles, desde el día de Pentecostés. De ese día en adelante será el Espíritu Santo, que con su unción dará una fuerza “irresistible” a su anuncio.
Cuando se leen, por ejemplo, las cartas de San Pablo no se puede no quedar sorprendidos por la extraordinaria profundidad de sus palabras, por la amplitud y actualidad de las temáticas tratadas; tocan el corazón y el intelecto de quien las escucha sin prejuicios, con el ánimo abierto a la verdad. Lamentablemente, parece haber entre nosotros católicos poca consciencia de que esas cartas, como los Evangelios y los demás escritos del Nuevo Testamento, han sido escritos en la potencia del Espíritu de Cristo resucitado. Es Él el verdadero autor de esas páginas. Si se tuviese que hablar de “derechos de autor” de estos escritos, no serían ciertamente atribuidos a Mateo o a Marcos, a Lucas o a Juan, a Pedro o a Pablo.. sino al Espíritu Santo que los ha inspirado. No se trata de simples narraciones, quizás “infladas”, con el propósito de hacer el bien, sino que son “Palabra de Dios”, no “palabra de hombres”. Es por esto que impresiona también su armonía: Juan no contradice a Pedro, Pablo no contradice a Marcos, etc. Como podrían contradecirse, si el Autor es el mismo: tanto en las cartas de Pedro como en las de Pablo.
Jesús, en efecto, prometió solemnemente a sus discípulos: “el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14, 26). El mismo Espíritu “les habría anunciado lo que había de venir” (Jn 16, 13) y “habría hablado en ellos” (Mt 10, 20), en las situaciones de persecución. Así, los Apóstoles de Jesús debieron “ejercitarse” a acoger la inspiración del Espíritu Santo, a tomar decisiones junto con Él, nunca solos. Pedro, después de Pentecostés, lo afirma sin ambigüedades: “hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros” (Hch 15, 28). “El Espíritu Santo y nosotros”, ésta es la “fórmula operativa” de la Iglesia, su secreto, en los inicios y siempre. “El Espíritu Santo y nosotros”: nunca sólo nosotros sin Él , nunca Él sin nosotros, sino siempre todo por Él, junto a Él, sometidos a Él.
Si queremos glorificar al Señor Jesús tenemos necesidad de la acción del Paráclito en nuestras almas, de otro modo la gloria, en vez de darla a Dios, la tomamos nosotros. Los Apóstoles todos, después de haber sido fortalecidos por el Espíritu Santo, han puesto de lado sus ambiciones, la búsqueda de gloria humana, que como la nuestra está más o menos escondida, para hacer lugar a la gloria de Dios. Con Pentecostés Jesús entraba triunfalmente en sus almas: “levantad, puertas, vuestros frontales, alzaos, puertas antiguas, y entre el rey de la gloria” (Sal 23, 7). Sí, las puertas, cerradas o entreabiertas de los primeros discípulos de Jesús, con la venida del Espíritu Santo se abren de par en par a Cristo. Era necesario un “viento impetuoso”, no bastaba una brisa ligera. Era necesaria otra cosa, para abrir los corazones y las mentes de los discípulos que, como las nuestras, ofrecen mil resistencias y reservas al Señor, muchas veces escondidas. Era necesario el “fuego” del Espíritu Santo que Jesús vino a traer sobre la tierra (cf. Lc 12, 49).
Sólo una creatura, presente en ese Cenáculo, conocía dicho bautismo, sabía de esa “potencia de lo alto”, era la Virgen Santísima. Ella la había experimentado en Nazaret, en el primer Pentecostés, cuando el Espíritu Santo descendió y la hizo Madre del Redentor. Sin el Pentecostés de Nazaret, no habría el Pentecostés de Jerusalén. La Virgen estaba en medio a los discípulos intercediendo como Abogada ante Dios, para atraer sobre la Iglesia del inicio y del futuro la venida del Paráclito: la Esposa llamaba al Esposo. La Madre de Jesús estaba allí, como estaba bajo la Cruz, para dar testimonio de Jesús, para darle la oferta de una fe pura, sin sombra de duda de que todo se habría cumplido como el Hijo había preanunciado. Sólo Ella poseía una fe así, solo Ella podía tenerla. Los apóstoles, con María, se sintieron seguros. Estaba la Abogada en medio a ellos, como en las bodas de Caná, cuando faltó vino. Fue Ella quien obtuvo de Jesús el milagro de la transformación del agua en vino. Así la gloria de Dios se manifestó y los discípulos creyeron en el Señor (cf. Jn 2, 11). En el Cenáculo de Jerusalén era necesario obtener una transformación bastante más grande, la de los corazones y las mentes de los discípulos de Jesús. ¡Y el milagro se realizó!
Que se repita también para nosotros, por intercesión de la misma Madre y Abogada nuestra, el milagro de la transformación en Cristo, que Ella nos puede y quiere obtener: “Veni Sancte Spiritus, Veni per Mariam”. (Agencia Fides 3/6/2009; líneas 70, palabras 1114)


Compartir: