VATICANO - “AVE MARÍA” por mons. Luciano Alimandi - La acción para cada comunidad cristiana

miércoles, 27 mayo 2009

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - San Cirilo, en una de sus catequesis, habla así de la acción del Espíritu Santo en el alma del creyente que lo acoge: “Mansa y leve su llegada fragante y suave es su presencia, livianísimo su yugo. Su llegada es precedida por los rayos resplandecientes de la luz y de la ciencia. Llega como hermano y protector. Viene a salvar, a enseñar, a exhortar, a reforzar y a consolar. Sobre todo ilumina la mente de quien lo recibe y luego, por medio de este, también los demás. Como aquel que antes se encontraba en las tiniebla, al salir el sol recibe la luz en el ojo del cuerpo y ve claramente lo que antes no veía, así quien ha recibido al Espíritu Santo es iluminado en el alma y ve cosas que antes no veía, así quien ha recibido el Espíritu Santo es iluminado en el alma y ve cosas que antes no conocía” (De las “Catequesis” de San Cirilo de Jerusalén, Obispo).
Con la gran solemnidad de Pentecostés se cierra el Tiempo Pascual. El tiempo propicio para el encuentro con el Señor resucitado, lo podemos encontrar cada día, especialmente cuando vivimos con fe la celebración cotidiana de la Santa Misa y Lo adoramos en la viva Presencia eucarística. También nosotros, como los dos discípulos de Emaús, podemos reconocer a Jesús “en la fracción del pan” (cf. Lc 24, 31), gracias a la acción del Espíritu Santo en nuestros corazones.
El Espíritu Santo, como afirma San Basilio, “se manifiesta sólo a quienes son dignos de ello. A ellos sin embargo él no se da en medida igual, sino que se concede en relación a la intensidad de la fe” (Del Tratado “Sobre el Espíritu Santo” de San Basilio Magno). Cuanto más creemos en Jesús, tanto más su Espíritu se adueñará de nuestras existencias, su inspiración moverá nuestros pensamientos, su amor alentará nuestras voluntades a actuar. Sin el Espíritu Santo no es posible hacer nada sobrenatural, ni siquiera rezar, porque sólo Él puede elevar el corazón y la mente a Dios.
Todo aquello que es auténtico, en la vida de la Iglesia y de cada alma, se debe reconducir a Su acción. No hay nada de bueno, que un alma pueda realizar en el nombre de Jesús, sin la colaboración del Espíritu Santo. Podríamos, así, aplicar también al Espíritu Santo, las palabras de Jesús a sus discípulos: “sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). Se reflexiona demasiado poco sobre la necesidad del Espíritu Santo en la vida cristiana. Nos acordamos de Él, quizás, sólo en determinados momentos, pero en realidad lo deberíamos invocar a lo largo de la jornada, como niños que buscan la cercanía de los padres para ser fuertes gracias a su fuerza, seguros gracias a su presencia. Para los pequeños, que tienen al papá y a la mamá al lado, no existen problemas insuperables porque saben, por experiencia, gracias a su total confianza, que están en manos seguras.
Los niños dicen con frecuencia: mi papá es el más fuerte de todos. Mi mamá es la más buena. Es necesario aprender de los niños, ser como ellos, para “entrar en el reino” del Espíritu Santo. Se debería conservar en el corazón un profundo respeto y una viva devoción por el Espíritu Santo, en modo de poder espontáneamente dirigirse a Él, con la confianza de un niño, abandonado a las manos del propio padre. En la célebre secuencia de Pentecostés, ¿acaso no invocamos al Espíritu Santo como a nuestro “Padre”? “¡Ven, Padre de los pobres, ven, Dador de dones, ven, Luz de los corazones”! ¿no somos a caso, todos nosotros, tan pobres, si bien ricos de nosotros mismos, quienes estamos inmensamente necesitados de Él?
Para que sus discípulos comprendiesen, cuan importante es el Espíritu Santo en la vida del creyente, el Señor Jesús utiliza la expresión: “Sin embargo, les digo la verdad: les conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a ustedes. Pero si me voy, se lo enviaré.” (Jn 16, 7).
Ciertamente, estas palabras del Señor fueron comprendidas por los apóstoles recién después de Pentecostés; antes no hubieran sido capaces de imaginar la fuerza y la valentía para dar testimonio, que el Espíritu Santo sería capaz de infundir en el alma que se abre a Él en la fe en Jesús. Con Pentecostés se inicia el gran testimonio de la primera comunidad cristiana, recogida en el Cenáculo en oración junto con María (cf. Hch 1,14). El Señor Jesús, antes de ascender a los Cielos, había prometido a sus discípulos el “poder de lo alto”, bajo condición de que permanecieran en la ciudad: “voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto” (Lc 24,49).
El Santo Padre Benedicto XVI, subrayando la importancia de este “permanecer juntos” (cf. Hch 1,4-5) que Jesús le pide a los suyos para prepararse a la venida del Espíritu Santo, afirmó: “Permanecer juntos fue la condición que puso Jesús para acoger el don del Espíritu Santo; presupuesto de su concordia fue una oración prolongada. Así nos da una magnífica lección para toda comunidad cristiana. A veces se piensa que la eficacia misionera depende principalmente de una esmerada programación y de su sucesiva aplicación inteligente mediante un compromiso concreto. Ciertamente, el Señor pide nuestra colaboración, pero antes de cualquier respuesta nuestra se necesita su iniciativa: su Espíritu es el verdadero protagonista de la Iglesia. Las raíces de nuestro ser y de nuestro obrar están en el silencio sabio y providente de Dios” (Benedicto XVI, homilía de Pentecostés, 4 de junio de 2006).
Celebrando Pentecostés en nuestras comunidades, también nosotros respondemos a la invitación del Señor. Unidos a la Virgen María abramos nuestros corazones y nuestras mentes, en la oración común, a la venida del Espíritu Santo, consagrando nuestra vida a su Amor omnipotente. (Agencia Fides 27/5/2009; líneas 64, palabras 988)


Compartir: