VATICANO - “AVE MARÍA” por mons. Luciano Alimandi - La palabra de Dios: baño que purifica

miércoles, 6 mayo 2009

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - Le dijo Jesús: “¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?” (Jn 11, 40). La invitación que Jesús dirige a Marta, la hermana de Lázaro, muerto hace cuatro días, interpela, como siempre, a la fe de todo creyente. Ella, justamente en virtud del acto de fe personal, se hace vida de nuestra vida. La fe en Cristo, en efecto, nos pone en directa comunicación con toda palabra que sale de su boca y nos hace exclamar, con Simón Pedro, “tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 68).
Sí, la experiencia de los auténticos discípulos de Jesús, a lo largo de dos mil años de cristianismo, es extraordinaria: la palabra de Jesús se realiza en su vida. Quien se abandona en Él no queda defraudado por ninguna palabra suya, porque todo se realiza como Jesús promete en el Evangelio.
La fe debe ser “viva” porque el verdadero cristiano no cree en Alguien que ya no existe, sino que cree en el Señor Jesús que es “el mismo ayer hoy y siempre” (Hb 13, 8). Con el acto de fe viva, en el Señor vivo en la Iglesia que vive en el tiempo, nosotros participamos en la vida eterna de Dios, somos, por así decirlo, proyectados en la eternidad, donde todo está presente. Con esta fe, el Evangelio se hace historia contemporánea. Lo leemos no como se lee cualquier otra narración histórica, no lo leemos sólo así. Esa historia, para nosotros, no es historia pasada, sino que se hace presente, se renueva continuamente, porque Jesús está obrando en medio de nosotros como hace dos mil años. Su presencia no se ha perdido, gracias a la resurrección.
“He aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). Con estas palabras, el Señor resucitado, antes de ascender al Cielo, asegura, de una vez por todas, que no nos dejará nunca más. Si creemos en Él, también nosotros, como los apóstoles, veremos su gloria: comprenderemos su obra, gustaremos su presencia, aunque en modo del todo espiritual. Su amor, activo como ningún otro amor sobre la tierra, porque es divino, nos transformará.
El tiempo pascual que estamos viviendo es tan propicio para invocar la renovación de nuestra débil fe. Como los apóstoles también nosotros tenemos necesidad de que nuestra fe aumente, porque Jesús es digno de una fe cada vez más grande. Que hermoso poder decir en el último día de nuestra vida: voy al encuentro de Jesús, que sale ciertamente a mi encuentro.
Ningún verdadero discípulo de Cristo muere desesperado. Ciertamente, la vida de los santos testimonia que al acercarse la muerte se presentan grandes pruebas de fe y tentaciones, pero ninguno de ellos ha muerto sin Dios. Esto lo ha asegurado Jesús cuando ha prometido: “Yo soy la resurrección y la vida; quien cree en mí, aunque muera, vivirá” (Jn 11, 25).
El cristiano debe tener una relación muy estrecha con el Evangelio. Él está vinculado, porque cree que toda palabra de Jesús ha sido pronunciada también para él y que esta palabra, cada palabra del Evangelio, debe ser creída con la fe simple de un niño que hace lo que se le pide.
A partir del sacerdote, esta adhesión a toda palabra de Jesús debe ser el signo inconfundible del amor personal por el Señor. El Santo Padre Benedicto XVI, en la Misa crismal de este año, hablando a los sacerdotes del significado de ser “consagrados en la verdad”, afirmaba: “La palabra de Dios es, por decirlo así, el baño que los purifica, el poder creador que los transforma en el ser de Dios. Y entonces, ¿cómo están las cosas en nuestra vida? ¿Estamos realmente impregnados por la palabra de Dios? ¿Es ella en verdad el alimento del que vivimos, más que lo que pueda ser el pan y las cosas de este mundo? ¿La conocemos verdaderamente? ¿La amamos? ¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra hasta el punto de que realmente deja una impronta en nuestra vida y forma nuestro pensamiento? ¿O no es más bien nuestro pensamiento el que se amolda una y otra vez a todo lo que se dice y se hace? ¿Acaso no son con frecuencia las opiniones predominantes los criterios que marcan nuestros pasos? ¿Acaso no nos quedamos, a fin de cuentas, en la superficialidad de todo lo que frecuentemente se impone al hombre de hoy? ¿Nos dejamos realmente purificar en nuestro interior por la palabra de Dios? (…) ‘Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad’: esta palabra de la incorporación en el sacerdocio ilumina nuestra vida y nos llama a ser siempre nuevamente discípulos de esa verdad que se desvela en la palabra de Dios” (Benedicto XVI, homilía del 9 de abril de 2009).
Quien cree verdaderamente en Jesús confía en Él y, confiando, se entrega a Él, esforzándose por vivir en sintonía con el Evangelio. Es esto lo que pide el Señor al verdadero discípulo: la fe cierta en su Evangelio. Es esta fe la que hace decir a todo creyente: pongo mi vida completamente en las manos de Jesús y Él hará de ella una obra maestra de gracia.
Cuando un artista se dispone a pintar un cuadro, al inicio se perciben sólo trazos, es difícil ver el sujeto, pero el artista ya lo ve, porque lo lleva en su ánimo. Así, pincelada a pincelada, la obra se realiza y aquello que al inicio parecía indescifrable, se revela luego como una obra de arte.
Nuestra vida es similar a un cuadro que se va a pintar. Si la confiamos a las manos del Artista Divino, Él, progresivamente, realizará una obra única, una obra maestra de la gracia; en cambio, si queremos hacer las cosas solos, siguiendo sólo nuestros propios deseos, saldrá sólo un garabato. ¡Todo depende de nuestra fe en Jesús!
El Apóstol de las gentes nos exhorta hoy más que nunca, en este año paulino, a confiarnos a la extraordinaria gracia de Dios, que llamamos misericordia: “habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es un don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe. En efecto, hechura suya somos: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de antemano dispuso Dios que practicáramos” (Ef 2, 8-10). (Agencia Fides 6/5/2009; líneas 66, palabras 1059)


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