VATICANO - “AVE MARIA” por mons. Luciano Alimandi - ¿Quién podrá jamás separarnos de Él?

miércoles, 29 abril 2009

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - El tiempo pascual nos permite contemplar el infinito espacio del amor misericordioso de Dios que, gracias a la Resurrección de Jesús, se abre ante nosotros. Las tinieblas del pecado y de la muerte han huido, expulsadas por la luz gloriosa del Señor que ha venido a renovarnos, a iluminarnos y a impulsarnos en el camino de la conversión. ¡El “Resucitado de los muertos”, “el Viviente”, “El cordero Pascual” es el Señor Jesús! Él, en virtud de la Resurrección, quiere sacarnos de nuestros vacíos existenciales, causados por nuestro egoísmo y por el pecado. ¡Cristo, muriendo ha vencido a la muerte y nos ha dado la vida!
El Santo Padre Benedicto XVI enseña, junto a toda la Iglesia, que el núcleo fundamental de nuestra profesión de fe es la resurrección de Cristo. Si creemos en Él, en su potencia gloriosa, nuestra vida se transformará en un canto de victoria. “Queridos hermanos y hermanas, acojamos la invitación del Apóstol; abramos el corazón a Cristo muerto y resucitado para que nos renueve, para que nos limpie del veneno del pecado y de la muerte y nos infunda la savia vital del Espíritu Santo: la vida divina y eterna. En la secuencia pascual, como haciendo eco a las palabras del Apóstol, hemos cantado: ‘Scimus Christum surrexisse a mortuis vere’ —sabemos que estás resucitado, la muerte en ti no manda. Sí, éste es precisamente el núcleo fundamental de nuestra profesión de fe; éste es hoy el grito de victoria que nos une a todos. Y si Jesús ha resucitado, y por tanto está vivo, ¿quién podrá jamás separarnos de Él? ¿Quién podrá privarnos de su amor que ha vencido al odio y ha derrotado la muerte?” (Benedicto XVI, homilía del Domingo de Pascua, 12 de abril 2009).
El perdón de Jesús, su paz, y su incondicional amor por nosotros no son parte del reino de las fábulas sino más bien del Reino de los cielos ya presente en la tierra y viviente en la Iglesia. Ahora, el Reino de Cristo, en virtud del bautismo, vive también en cada alma y se desarrolla en ésta en la medida en que las virtudes, empezando por la fe, la esperanza y la caridad, crecen en él al responder a la gracia divina.
El cristiano es un peregrino ya que su adhesión al Evangelio no se realiza una vez por todas, sino día a día, en una dinámica de conversión, con sus altos y sus bajos pero proyectada siempre hacía adelante. El caminante algunas veces se cansa y cae, pero se vuelve a poner de pie inmediatamente y se dirige hacía la meta de su vida: la santidad que Dios quiere donarle cuando cruce el umbral de la Vida Eterna. La santidad, es decir, la total transformación en Jesús, es la única verdadera realización de la existencia humana que Dios nos ha dado para hacernos beatos, un día en el Cielo, como Él.
Sin el deseo de un cambio de vida progresivo que es la esencia de la conversión cristiana, no se puede participar de los dones pascuales, frutos del Espíritu Santo, que son el signo de un camino de santidad: “amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí” (Gal 5,22). Dones íntimamente ligados a la acción del Espíritu Santo en nosotros.
San Pedro, después de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, afirma claramente que la llamada fundamental del Evangelio es: “arrepentíos, pues, y convertíos, para que vuestros pecados sean borrados” (Hechos 3, 19).
¿Cómo podría el Espíritu Santo actuar en una persona que no quisiera convertirse en su concreta existencia humana? Estaría en contradicción con el Evangelio de Jesús.
Es por eso que la Sagrada Liturgia nos hace invocar del Padre una auténtica renovación de vida: “Oh Dios, que abres las puertas de tu reino a los hombre renacidos del agua y del Espíritu Santo, incrementa en nosotros la gracia del Bautismo, para que libres de toda culpa podamos heredar los bienes que nos has prometido” (Colecta del martes de la III Semana de Pascua). Respondió Jesús: “El que no nazca de agua y de Espíritu — afirma Jesús a Nicodemo— no puede entrar en el Reino de Dios” (Juan 3,5). La conversión es, por lo tanto, un verdadero renacer espiritual y está centrada en la fe en Cristo resucitado y en la caridad.
“Convertíos y creed en el Evangelio”. Está conversión es creer en la potencia del Evangelio, es decir en todo lo que Jesús enseño y trasmitió. Pero no se puede creer en su palabra si no vivimos lo que Él nos pide: “Quien dice: ‘Yo le conozco’ y no guarda sus mandamientos es un mentiroso y la verdad no está en él. Pero quien guarda su Palabra, ciertamente en él el amor de Dios ha llegado a su plenitud. (1Juan 2, 3-5).
Aprendamos en este tiempo pascual que sin la caridad “somos como bronce que suena o címbalo que retiñe, no somos nada y nada nos aprovecha” (Ver 1Corintios 13, 1-3). Por lo tanto tenemos una inmensa necesidad del Espíritu Divino para ensanchar los espacios angostos de nuestro corazón, para dejar que sea Él quién guíe nuestras decisiones e infunda sus justas inspiraciones, defendiéndonos de los ataques del Maligno: “sin tu fuerza, el hombre es nada, nada está sin culpa”. Cuan cierto es esto que invocamos de Él con esta celebre secuencia de Pentecostés.
Junto a la Virgen, a los Apóstoles, a los santos y a los beatos de la Iglesia, con la asistencia de los Ángeles, encontramos cada día el tiempo y la manera de reservar un momento para invocar el Espíritu Santo sobre nosotros y sobre la Iglesia. Quién se apela a Él no restará desilusionado. “Espíritu Santo ven a habitar mi corazón. Atráeme a Ti, o Espíritu, verdadero Dios, con tu potencia. Concédeme la caridad y santo temor. Custódiame de cualquier pensamiento malvado. Caliéntame e inflámame con tu dulcísimo amor, de manera que cualquier peso me parezca ligero” (Santa Caterina da Siena). (Agencia Fides 29/4/2009; líneas 67, palabras 1013)


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