VATICANO - LAS PALABRAS DE LA DOCTRINA por don Nicola Bux y don Salvatore Vitiello - la Cruz es salvación y juicio

jueves, 2 abril 2009

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) – Teniendo los ojos fijos en Jesús, “autor y perfeccionador” de nuestra fe, no podemos en estos días cargados de santa tensión espiritual no poner en evidencia el estrecho vínculo entre la Cruz de Cristo y la misión de la Iglesia. La Cruz es el signo de la identificación de los Cristianos y, por lo tanto, de todo lugar tocado por su presencia, habitado por una “presencia nueva”, por aquellos que están llamados a ser cada vez más “cuerpo místico” del Señor, su presencia en el mundo.
En ese sentido la Cruz es potentemente y objetivamente misionera: anunciar y llevar la Cruz es anunciar y llevar a Cristo, quien, venciendo a la muerte, ha dado un nuevo significado al sufrimiento, abriéndole aquel horizonte redentor y participativo, que hace de él un verdadero “lugar de salvación”.
La Cruz de Cristo es lugar de salvación, es fuente de toda salvación posible: todos aquellos a los que les es ofrecida la salvación, también no cristianos, si serán salvos, lo serán únicamente por la Cruz de Cristo, y no sin la participación de la mediación eclesial (cf. Dominus Jesus). Esta certeza sostiene y anima constantemente la misión, haciendo a cada bautizado un “portador de la cruz” tanto en sentido explícitamente visible cuanto en sentido espiritual.
La Cruz misma, ante la que todo hombre, directa o indirectamente, está llamado a encontrarse, en cierto modo a recomprenderse radicalmente, es también “lugar de juicio”. En este contexto, juicio y salvación no deben entenderse como contrapuestos, sino profundamente vinculados el uno al otro, en aquella necesaria complementariedad sin la que no habría un respeto real y una auténtica participación de la libertad humana en el designio salvador.
Como ha recordado el Santo Padre: “La opción de vida del hombre se hace definitiva con la muerte; esta vida suya está ante el Juez. Su opción, que se ha fraguado en el transcurso de toda la vida, puede tener distintas formas. Puede haber personas que han destruido totalmente en sí mismas el deseo de la verdad y la disponibilidad para el amor. Personas en las que todo se ha convertido en mentira; personas que han vivido para el odio y que han pisoteado en ellas mismas el amor. Ésta es una perspectiva terrible, pero en algunos casos de nuestra propia historia podemos distinguir con horror figuras de este tipo. En semejantes individuos no habría ya nada remediable y la destrucción del bien sería irrevocable: esto es lo que se indica con la palabra infierno. Por otro lado, puede haber personas purísimas, que se han dejado impregnar completamente de Dios y, por consiguiente, están totalmente abiertas al prójimo; personas cuya comunión con Dios orienta ya desde ahora todo su ser y cuyo caminar hacia Dios les lleva sólo a culminar lo que ya son” (Spe Salvi 45).
La Cruz exige nuestro acto de fe, pide la claridad del anuncio franco de la única verdad que salva y, sobre todo, la disponibilidad a “ofrecerse a sí mismo como sacrificio vivo agradable a Dios” por la salvación propia y del mundo. Desde el martirio cotidiano de las “pequeñas cruces” de cada uno, hasta la gran llamada al testimonio supremo, todo cristiano sabe que “in hoc signo”, en el signo de la Cruz está su victoria y la del mundo entero. (Agencia Fides 2/4/2009; líneas 36, palabras 551)


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