VATICANO - LAS PALABRAS DE LA DOCTRINA, por don Nicoal Bux y don Salvatore Vitiello - La esperanza no es individualista, sino que depende de la conversión de la persona

viernes, 7 noviembre 2008

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) – En la Encíclica sobre la esperanza, el Papa Benedicto XVI plantea la pregunta acerca de si la esperanza cristiana es individualista (cf. N. 13-15). El Santo Padre toma como punto de partida las imágenes del “Cielo” mediantes las cuales los cristianos a través de los siglos han representado la esperanza, dando a muchos el impulso para “vivir basándose en la fe y, como consecuencia, a abandonar sus «hyparchonta», las sustancias materiales para su existencia” (n. 13). Seguidamente, no deja de lado que “en los tiempos modernos se ha desencadenado una crítica cada vez más dura contra este tipo de esperanza: consistiría en puro individualismo, que habría abandonado el mundo a su miseria y se habría amparado en una salvación eterna exclusivamente privada” (Ibid.)
Pero la respuesta a dicha crítica la dio Henri de Lubac, en la instruducción a su obra fundamental: “Catolicismo, Aspectos sociales del dogma”, quien “basándose en la teología de los Padres en toda su amplitud, que la salvación ha sido considerada siempre como una realidad comunitaria. La misma Carta a los Hebreos habla de una «ciudad» (cf. 11,10.16; 12,22; 13,14) y, por tanto, de una salvación comunitaria. Los Padres, coherentemente, entienden el pecado como la destrucción de la unidad del género humano, como ruptura y división. Babel, el lugar de la confusión de las lenguas y de la separación, se muestra como expresión de lo que es el pecado en su raíz. Por eso, la «redención» se presenta precisamente como el restablecimiento de la unidad en la que nos encontramos de nuevo juntos en una unión que se refleja en la comunidad mundial de los creyentes” (n 14).
Recurriendo pues al testimonio de san Agustín en la Carta a Proba, el Papa demuestra como “Esta vida verdadera, hacia la cual tratamos de dirigirnos siempre de nuevo, comporta estar unidos existencialmente en un «pueblo» y sólo puede realizarse para cada persona dentro de este «nosotros». Precisamente por eso presupone dejar de estar encerrados en el propio «yo», porque sólo la apertura a este sujeto universal abre también la mirada hacia la fuente de la alegría, hacia el amor mismo, hacia Dios” (Ibid.) Ahora bien, debemos precisar que este «nosotros» del cristiano, como decía San Jerónimo, es la Iglesia. Pertenecer a ella y expandirla por el mundo significa difundir la esperanza teologal entre todos los hombres, la misma que se apareció en la mañana de Pascua e hizo proclamar a María Magdalena: “Cristo, mi esperanza, ha resucitado”. Por ello, el Papa observa que “esta concepción de la «vida bienaventurada» orientada hacia la comunidad se refiere a algo que está ciertamente más allá del mundo presente, pero precisamente por eso tiene que ver también con la edificación del mundo, de maneras muy diferentes según el contexto histórico y las posibilidades que éste ofrece o excluye. En el tiempo de Agustín, cuando la irrupción de nuevos pueblos amenazaba la cohesión del mundo, en la cual había una cierta garantía de derecho y de vida en una comunidad jurídica, se trataba de fortalecer los fundamentos verdaderamente básicos de esta comunidad de vida y de paz para poder sobrevivir en aquel mundo cambiante” (n. 15). Prueba de ello son los monasterios. Según la visión de San Bernardo de Claraval, “los monjes cumplen una misión para toda la Iglesia y, en consecuencia, también para el mundo […]. El género humano vive gracias a pocos; sin ellos el mundo perecería...”. De esta manera se prepara el Paraíso.
Es así como el San Padre llega a concluir: “Una parcela de bosque silvestre se hace fértil precisamente cuando se talan los árboles de la soberbia, se extirpa lo que crece en el alma de modo silvestre y así se prepara el terreno en el que puede crecer pan para el cuerpo y para el alma. ¿Acaso no hemos tenido la oportunidad de comprobar de nuevo, precisamente en el momento de la historia actual, que allí donde las almas se hacen salvajes no se puede lograr ninguna estructuración positiva del mundo?” (n. 15)
Es por ello que la esperanza, que no es individualista sino comunitaria, sin embargo, paradójicamente depende de la conversión de la persona para cambiar el mundo de los hombres, para prepara no la utopía del “paraíso en la tierra”, sino, como dice Pedro “cielos nuevos y tierra nueva, en la que tendrá casa estable la justicia”. (Agencia Fides 7/11/2008)


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