VATICANO - “AVE MARÍA” por Mons. Luciano Alimandi - La conversión de Pablo y la nuestra

miércoles, 29 octubre 2008

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) – Al leer el hecho de la conversión de San Pablo, luego del encuentro con el Señor resucitado que se le apareció en el camino a Damasco (cf. Hecho 9,1-9), somos llevados, en cierto sentido, a poner nuestra atención en la “luz del Cielo” que caracteriza el episodio, ciertamente extraordinario, pero descuidando la terrible prueba a la que este hecho sometió a Pablo: “Saulo se levantó del suelo, y, aunque tenía los ojos abiertos, no veía nada” (Hech 9,8). Es un hecho innegable que para Saulo el encuentro con Jesús fue “desconcertante”: no sólo se encontró caído en tierra, sino en una situación totalmente nueva... llena de inquietud, de angustioso sentimiento de culpa... Pablo, encontrándose frente al Señor experimentó también un gran sentimiento de fracaso personal.
Se volvió ciego, ¡no veía nada! Él, que hasta ese momento estaba tan seguro de sus convicciones, hasta convertirse en un paladín de la persecución contra los cristianos; él, que había sido testigo impasible de la lapidación de Esteban (cf. Hech 7,58), que lanzaba contra los cristianos millones de “piedras”: prejuicios, condenas, sentencias sin posibilidad de apelar... Él, ahora se encontraba por tierra, de manera imprevista, sin ningún signo premonitor, Luego de aquella luz fulgurante y aquellas palabras de absoluta verdad, el poderso Saulo se había convertido en un pobre ciego. Con una expresión muy utilizada hoy en día por los jóvenes, se podría decir que “Saulo se sentía hecho pedazos”.
Sí, se sentía fracasado, pero es precisamente de ese fracaso de donde nació el apóstol Pablo. Aquel que perseguía a su mismo Dios, se convirtió en un perseguido a causa de su nombre, del nombre de “Jesús” que, a partir de aquel encuentro en Damasco, comenzó a escribir en su corazón con letra de fuego”.
El Santo Padre Benedicto XVI, que inauguró para toda la Iglesia el Año Paulino, nos invita a reflexionar sobre la conversión de Pablo con estas palabras: “En este sentido no fue sólo una conversión, una maduración de su "yo"; fue muerte y resurrección para él mismo: murió una existencia suya y nació otra nueva con Cristo resucitado. De ninguna otra forma se puede explicar esta renovación de san Pablo. Los análisis psicológicos no pueden aclarar ni resolver el problema. Sólo el acontecimiento, el encuentro fuerte con Cristo, es la clave para entender lo que sucedió: muerte y resurrección, renovación por parte de Aquel que se había revelado y había hablado con él”. (Benedicto XVI, Audiencia General del 3 de septiembre de 2008).
Cuántas veces detrás de un “fracaso” se esconde una llamado de la Divina providencia a una conversión radical, pero no nos damos cuenta porque no caminamos hacia Jesús. Nos encontramos en un “camino de Damasco”, caídos en “tierra”, heridos por nuestras inseguridades, afectados por una crisis sin nombre... pero, a diferencia de Pablo, no se tiene la humildad de ponerse a escuchar aquella misma voz que Él, por un privilegio especial, había escuchado de manera extraordinaria. También nosotros podrías escucharla, en el silencio de nuestra conciencia, si hiciésemos “silencio” frente a nuestros “fracasos, pequeños o grandes. Aquella “voz” puede ser escuchada en el secreto del confesionario, si se tiene la valentía de hacer una buena confesión.
¡Cuántas “crisis” interiores, pequeñas o grandes, podrían ser transformadas, con la gracia de Dios y la humilde cooperación humana, en momentos de conversión! No debemos olvidar que cada prueba, con la oración y la escucha interior de aquella verdad está siempre presente con Jesús, puede convertirse en un nuevo inicio desde Dios, un verdadero y propio renacimiento, que hace que el alma entre a la comunión más profunda con Aquel que “está en agonía hasta el fin del mundo” (Pascal), pues ha tomado sobre sí todos nuestros fracasos. “El ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados” (Is 53,5).
Con frecuencia nos imaginamos la dinámica de la conversión como algo “tranquilo”, motivada por factores exclusivamente “positivos”; ciertamente las cosas pueden darse de este modo, pero ¡cuántas veces las grandes conversiones sacuden el fundamento de la propia existencia, como fue efectivamente el caso de San Pablo! Aquí tenemos a un hombre echado por tierra, que casi pierde su propia identidad, se siente desorientado y perdido, porque todo lo que caracterizó su vida hasta ese momento era absolutamente engañoso. Se abren ante Él tan sólo dos caminos: la desesperación o la confianza en Dios. Pablo dio con la respuesta porque se confió a Jesús. Sólo el Señor Jesús es el camino que conduce inefablemente al encuentro con aquel amor misericordioso del que Pablo debe convertirse en un infatigable anunciador. “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?, como dice la Escritura: = Por tu causa somos muertos todo el día; tratados como ovejas destinadas al matadero. Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó. Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro” (Rm 8,35).
Nada ni nadie es capaz de impedir al amor de Cristo alcanzar y transformar a una persona, incluso aunque esté hundida en el abismo de sus pecados. Sólo Él tiene el poder de donarle nuevamente la inocencia, como lo hizo con el malhechor crucificado a su costado. Aquel ladrón halló la bondad en el encuentro con Jesús. Quién sabe cuántos crímenes había realizado para terminar sobre el madero ignominioso de la cruz, pero Jesús perdonó a todos y el ladrón “se robó” el Paraíso (cf. Lc 23,43).
Es a la luz del llamado a la conversión personal que deberíamos leer y releer las pruebas de nuestra vida, sus periodos más o menos oscuros, con sus fracasos y momentos de “quiebre”... Allí, en medio del polvo que se alzaba mientras se caía a tierra, en el sufrimiento que producía el vacío interior, en aquella experiencia que solemos llamar “desgracia” en nuestra vida, estaba siempre presente “Alquien” que quiere alcanzarnos con el rayo de su luz, que quiere levantarnos con la fuerza de su amor, que quiere reanimarnos con el calor de su perdón. Pero es necesario reconocerlo e invocarlo con todo el corazón: “¡Jesús, en ti confío!” (Agencia Fides 29/10/2008; líneas 73 palabras 1078).


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