VATICANO - “AVE MARÍA”, por Mons. Luciano Alimandi - La “mirada” de Jesús hacia nosotros

miércoles, 23 julio 2008

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) – ¡Qué distinta es la mirada de Jesús, hacia el mundo y hacia la humanidad, que la de los hombres, quienes frecuentemente no logran ver más allá de las apariencias! La conversión del corazón consiste en aprender de Jesús a mirar la realidad con una mirada nueva, la suya, “totalmente otra” que la del mundo. Seguirlo significa además poner la mirada donde Él la pone, dar importancia a lo que verdaderamente proviene de su Amor y no a lo que proviene del amor propio, que es por su propia naturaleza “miope”, no siendo capaz de mirar más allá de sí mismo. Situarse en la escuela del Evangelio significa aprender día a día a caminar por encima del propio horizonte, no pocas veces limitado por el egoísmo, para mirar en la misma dirección de Jesús y para compartir las mismas aspiraciones de bondad, verdad y belleza contenidas en Su Palabra.
Cuando nos pide que nos amemos como Él nos ha amado (cf. Jn 13,34), nos exige al mismo tiempo que tengamos hacia nuestro prójimo una “mirada” nueva, es decir renovada por la caridad. Tal vez sea precisamente éste el reto más grande para un cristiano: vivir “dentro” de la palabra-mandamiento de Jesús, para que cada día ella se encarne en la vida y la renueve mediante la caridad.
“Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado”. Sólo es posible amar de esta manera si “veo” al otro como lo “ve” Jesús. Si juzgo, si condeno, mi situó fuera de la “mirada” de Cristo y me vuelvo “ciego”, incapaz de ir más allá de mi propio juicio, que me hace “ver” al otro como inferior a mí mismo: “¿cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo? (Lc 6,41)
“Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8). Un corazón puro, un corazón que ama a Dios olvidándose de sí mismo, mira en la misma dirección que Jesús y “ve” en el otro la semejanza divina “impresa” en él, lo reconoce lleno de dignidad, “vislumbra” las grandes potencialidades de bien, incluso cuando parecen estar “enterradas” a causa del pecado, el cual puede llegar a deformar al hombre pero jamás arrancarle la dignidad de hijo de Dios.
En la parábola del hijo pródigo o, mejor dicho, del “padre misericordioso”, están presentes las dos distintas “miradas” del padre y del hijo mayor que se proyectan sobre el menor hijo que regresa a su casa humillado bajo el peso de sus propios pecados (cf. Lc 15,18-19). El primero ve en el hijo pródigo una realidad totalmente distinta a la que percibe, por otra parte, el segundo. Los dos llegan a conclusiones opuestas: el padre, lleno de misericordia, hace fiesta por el hijo menor, porque “estaba muerto y ha regresado a la vida”, “estaba perdido y ha sido hallado” (Lc 15,24), mientras el hijo mayor, sin compasión, “se irrita” (Lc 15,28); sus “ojos” son incapaces de “ver” lo que “ve” el padre. Se opone a la alegría del padre porque no es capaz de ver las razones, creyendo tener él la razón. Si se hubiese encontrado con su hermano antes de que éste llegara al padre, probablemente no le habría permitido acercarse a su casa; pero no sucedió así. En esta estupenda parábola de Jesús, no de manera casual se nos dice que es la mirada del padre la primera en fijarse en el hijo pródigo (cf. Lc 15,20).
¡Qué hermoso y qué consolador saber que quien nos ve primero es siempre el Señor! ¡Que su mirada se posa sobre nosotros con una inimaginable benevolencia! Si le creemos, tendremos la fuerza en los encuentros y acontecimientos de cada día, de tener también nosotros una mirada de misericordia, capaz de “encontrar” al prójimo para “revestirlo” de bondad.
Es necesario pedir cada día al Espíritu Santo que nos dé la gracia de tener los mismos sentimientos de Jesús: mansedumbre y paciencia, humildad y benevolencia. De esta manera se realizará todo lo que expresa el Apóstol: “que colméis mi alegría, siendo todos del mismo sentir, con un mismo amor, un mismo espíritu, unos mismos sentimientos. Nada hagáis por rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismo, buscando cada cual no su propio interés sino el de los demás. Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo” (Flp 2,2-5), pues nosotros “no ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las cosas visibles son pasajeras, mas las invisibles son eternas” (2Cor 4,18).
El Espíritu Santo quiere regalarnos este inmenso don, pero para ello debemos rezar intensamente, como recientemente lo recordó el Santo Padre en la Jornada Mundial de la Juventud: “Sin embargo, esta fuerza, la gracia del Espíritu Santo, no es algo que podamos merecer o conquistar; podemos sólo recibirla como puro don. El amor de Dios puede derramar su fuerza sólo cuando le permitimos cambiarnos por dentro. Debemos permitirle penetrar en la dura costra de nuestra indiferencia, de nuestro cansancio espiritual, de nuestro ciego conformismo con el espíritu de nuestro tiempo. Sólo entonces podemos permitirle encender nuestra imaginación y modelar nuestros deseos más profundos. Por esto es tan importante la oración: la plegaria cotidiana, la privada en la quietud de nuestros corazones y ante el Santísimo Sacramento, y la oración litúrgica en el corazón de la Iglesia. Ésta es pura receptividad de la gracia de Dios, amor en acción, comunión con el Espíritu que habita en nosotros y nos lleva, por Jesús y en la Iglesia, a nuestro Padre celestial” (Benedicto XVI, Homilía del 20 de julio de 2008 en Sydney).
La Virgen tenía la mirada siempre orientada hacia Jesús y miraba en su misma dirección; por esta razón fue capaz de darse cuenta en Caná de que faltaba el vino (cf. Jn 2,3). Su intercesión fue decisiva para el milagro realizado por el Señor, como también para todos los demás milagros de nuestra vida. Ella es, en efecto, nuestra Mediadora y Abogada ante Dios. ¡Consagremos toda nuestra vida a la Madre de la Misericordia y abandonémonos a Ella con confianza filial, pues con una Madre así estaremos siempre seguros, en Dios! (Agencia Fides 23/7/2008; líneas 68 palabras 1051)


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