VATICANO - AVE MARIA de Mons. Luciano Alimandi - “Estamos hechos para el cielo”

miércoles, 23 abril 2008

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - “En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo hubiera dicho; porque voy a preparar un lugar para vosotros. Y si me voy y preparo un lugar para vosotros, vendré otra vez y os tomaré conmigo; para que donde yo estoy, allí estéis también vosotros” (Jn 14, 2-3). En este pasaje del Evangelio de Juan el Señor Jesús, después de haber exhortado a sus discípulos a no dejarse turbar sino a tener fe en Dios y en Él (cf. Jn 14, 1), habla del paraíso como de una “Casa”. Es hermoso y consolador saber que precisamente Él vendrá y nos llevará con Él, cuando nuestro lugar este preparado, como les prometió a los Apóstoles y a todos los que crean en Su Nombre.
Hay que admitir que lamentablemente no se piensa muy seguido en el Cielo, en la Casa del Padre que nos espera, en la morada segura y estupenda, donde viviremos por siempre, junto a los ángeles y a los santos. En efecto, el pensamiento y el deseo del Cielo exigen una fe “segura” de parte del discípulo; una fe “segura” en las promesas de Jesús, que no deja espacio a dudas y excitaciones sino que le da al creyente una mirada verdaderamente sobrenatural.
Una mirada es sobrenatural cuando se detiene en aquello que no se ve, pero que nos impulsa más allá de la realidad terrena, para penetrar en la realidad invisible del Más Allá, de la que habla el Señor. El entonces Cardenal Joseph Ratzinger, en su inolvidable homilía en los funerales de Juan Pablo II, ofreció al mundo entero un ejemplo de esta mirada que es capaz de llegar hasta el Paraíso: “Ninguno de nosotros podrá olvidar como en el último domingo de Pascua de su vida, el Santo Padre, marcado por el sufrimiento, se asomó una vez más a la ventana del Palacio Apostólico Vaticano y dio la bendición Urbi et Orbi por última vez. Podemos estar seguros de que nuestro amado Papa está ahora en la ventana de la casa del Padre, nos ve y nos bendice. Sí, bendíganos, Santo Padre. Confiamos tu querida alma a la Madre de Dios, tu Madre, que te ha guiado cada día y te guiará ahora a la gloria eterna de su Hijo, Jesucristo Señor nuestro. Amén” (8 de abril de 2005). La fe “segura” de los discípulos del Señor es la que nos permite afirmar con absoluta convicción: ¡nos espera una morada eterna!
La Casa del Padre, el Cielo de los Beatos si bien es invisible a una mirada natural, no lo es a los ojos del espíritu iluminados por la Palabra de Dios.
Una fe débil e insegura no logra vislumbrar el Cielo más allá de los horizontes terrenos ya que permanece prisionera de lo inmanente, de sí misma, en la incapacidad de abrirse al trascendente, a Dios. Una fe insegura no logra llegar al Cielo porque rápidamente precipita vencida por la “fuerza de gravedad” de las realidades terrenas. Se esfuerza por elevarse por encima de la realidad pero no logra renegar a la lógica mundana. Dentro esta lógica el tiempo y el espacio son las únicas coordenadas que se imponen, mientras que en la lógica ultraterrena, la razón se abre a la fe, y el infinito y a la eternidad se convierten en las “coordenadas celestiales” que le indican al hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, su destino final: ¡El Cielo!”.
Sólo en el hombre que se hace pequeño delante de Dios y reconoce que no se basta a sí mismo, la fe encuentra el espacio y se libera de la prisión de lo inmanente. El hombre que cree verdaderamente, según San Pablo, llega a ser un “hombre celestial” que orienta su vida hacía la eternidad y reconoce en Cristo la medida de todas las cosas, incluyendo su comportamiento y sus decisiones.
En la escuela de María Santísima aprendemos día a día a ser testimonios de la resurrección, animados con una fe pascual que nos permite vislumbrar, aunque sea a una cierta distancia, la Casa del Padre y, en esa, nuestra morada. Así, junto con San Pablo, podemos también nosotros repetir: “Porque sabemos que si esta tienda, que es nuestra morada terrestre, se desmorona, tenemos un edificio que es de Dios: una morada eterna, no hecha por mano humana, que está en los cielos. Y así gemimos en este estado, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra habitación celeste, si es que nos encontramos vestidos, y no desnudos. ¡Sí!, los que estamos en esta tienda gemimos abrumados. No es que queramos ser desvestidos, sino más bien sobrevestidos, para que lo mortal sea absorbido por la vida. Y el que nos ha destinado a eso es Dios, el cual nos ha dado en arras el Espíritu. Así pues, siempre llenos de buen ánimo, sabiendo que, mientras habitamos en el cuerpo, vivimos lejos del Señor, pues caminamos en la fe y no en la visión” (2 Cor 5, 1-7).
(Agenzia Fides 23/4/2008; líneas 53, palabras 851)


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