VATICANO - AVE MARIA de don Luciano Alimandi - La inquietud del corazón humano

miércoles, 14 noviembre 2007

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - Si nuestra felicidad sólo dependiera de las criaturas o de las cosas creadas, caería inevitablemente en la relatividad, temporal, pasajera; toda alegría ligada al hoy, precisamente mientras se la está viviendo, ha pasado ya con el tiempo que se la lleva consigo. ¡Sólo queda de la misma un vago recuerdo… pasado! El hombre vive con frecuencia de recuerdos bellos pero que han pasado en el tiempo y de esperanzas de un futuro mejor que nunca se realizan según nuestros deseos y que más bien, por el contrario, se convierte en una pesada carga de tristeza nostálgica, porque nunca se logra alcanzar ese bien inmenso que se llama: ¡felicidad!
Cuando el Señor Jesús en el Evangelio habla de Su alegría, de Su amor y de Su paz, nos revela el secreto de la felicidad, que consiste en poseer bienes eternos, que persisten en el tiempo, porque nos los ha dado Él. Estos dones imperecederos, deberíamos escribirlos con las iniciales mayúsculas para distinguirlos de los bienes terrenales que, por el contrario, terminan y pasan. La Alegría, el Amor y la Paz son bienes inmutables porque provienen del Dios de la Vida, que es el Alfa y Omega o sea el Principio y el Fin de la existencia de toda criatura y de toda la creación. "Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre" (Eb 13, 8), y sólo Él, el Hijo de Dios que ha bajado del Cielo, puede darle al hombre bienes eternos, como lo reveló a sus apóstoles antes de volver a la Casa del Padre: " Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo" (Jn 14, 27), "Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado" (Jn 15, 11).
Las criaturas humanas, precisamente porque han sido creadas a imagen y semejanza de Dios que es eterno, están sedientas de bienes duraderos: de alegrías y de amores que no terminan, de espacios infinitos y de instantes ilimitados… la mayor desgracia que puede ocurrirle al hombre es buscar estos bienes entre las cosas de aquí abajo, entre los amores de este mundo que, por muy bellos y grandes que sean, siempre serán como una gota respecto al océano ilimitado del amor de Dios, que hace vivir en Su gloria y felicidad celeste a los ángeles y a los beatos del Paraíso.
Si no nos convertimos al Señor que hace felices a los Santos, no conseguiremos liberarnos de nuestro hombre exterior para mejorar nuestro hombre interior; nuestra "vista" interior no se desarrollará y permanecerá cegada por la apariencia, nuestro "oído" interior quedará trastornado por los ruidos del mundo y sordo a las cosas de Dios; nosotros iremos mendigado de puerta en puerta, de acontecimiento en acontecimiento, de criatura en criatura… alguna miga de felicidad, adulterada por el mundo, esparcida aquí y allá, que nunca podrá llenar nuestro corazón: “nos has hecho, Señor, para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que repose en ti" (S. Agustín).
Dios ha dejado la huella de su existencia, de su amor infinito y eterno, en la sed insaciable de felicidad que tiene nuestro corazón; pero para reconocer a Dios necesitamos encontrarnos con Jesús, que nos revela el verdadero Rostro del Padre, que es la Verdad de nuestros más profundos suspiros y anhelos de Vida y de Alegría sin fin. ¡Nadie puede amar la muerte habiendo sido creados para la vida eterna. Nadie ama la tristeza porque ha sido creado para la alegría eterna. Nadie ama la nada porque ha sido creado para el ser! Sólo la gracia de Cristo puede restaurar en el hombre el orden original querido por Dios, la jerarquía de valores y dones, que el pecado ha trastornado.
Es el pecado el verdadero enemigo de la felicidad del hombre. Es similar a la "lava" que sale del corazón del hombre que, cuando se cede a las pasiones, se convierte en un "volcán" en erupción; una "lava" que allí por donde va lleva la muerte: "de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre” (Mc 7, 21-23). Sólo el Señor Jesús tiene el poder de frenar esta "lava", de destruir el pecado que lleva al hombre a la tierra y lo aparta del Cielo. He aquí porque los niños, en el candor de su edad y sin la malicia del pecado, perciben el atractivo de Jesús cuando se les anuncia; ninguno entre ellos se convierte en enemigo de Dios eligiendo lo que es inmundo, porque su corazón está libre de las pasiones y desea el bien.
Cuántos hombres, por desgracia, se obstinan en afirmar que el pecado no existe, que no hace mal, que es algo inevitable en nuestro camino… Este modo de pensar permite a la "lava" seguir deslizándose, haciendo la existencia humana cada vez más pesada. Si en el corazón del cristiano disminuye el deseo de la confesión sacramental, la ceniza del pecado también lo ciegan y la mirada del alma se hace opaca. De este modo ya no ve el contraste que hay entre lo "blanco" de una vida en gracia de Dios y lo "negro" de una vida en el pecado no perdonado; ¡él entreve un gris difuso, que parece inocuo y es por el contrario letal!
En medio de este paisaje lunar, de una vida gris o negra, el Señor no se rinde y de vez en cuando, en la medida que la libertad humana se lo permite, deja oír esa eterna verdad que invita con mansedumbre: "no salgas fuera de ti, entra en ti mismo; la verdad está en tu hombre interior, y descubriendo que tu naturaleza es mudable, transciende a ti mismo.... Trata pues de llegar allá dónde la misma lumbre de la razón recibe la luz" (S. Agustín) (Agencia Fides 14/11/2007; Líneas: 61 Palabras: 1.003)


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