VATICANO - Las palabras de la doctrina, a cargo de don Nicola Bux y don Salvatore Vitiello- Desde el “espíritu” al “fantasma” del Concilio

jueves, 18 octubre 2007

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - Si en el momento de enviar al mundo a sus discípulos, el Señor les hubiese dado una agenda de problemas sobre la relación que tendría que tener con las sociedades y las culturas, los pobres hubieran escapado. Los hechos se dieron de otro modo. Ellos debían “solamente” anunciar que Dios ha venido en medio de nosotros, curar a los enfermos, expulsar a los demonios, dar gratuitamente aquello que habían recibido. Tampoco los Concilios de la Iglesia no se ocuparon de otra cosa sino de profundizar en la fe en la persona de Jesús, para llevar al mundo a Dios. Pero sucede que, la tentación de un malentendido “eclesiocentrismo” -para nombrarlo con un lenguaje afín- es dura hasta la muerte: hace sostener a algunos cristianos “conciliares” que del Concilio Vaticano II brotó “un nuevo vocabulario eclesial”.
He aquí un ensayo ejemplar de lectura del escenario del mundo y de las tareas de la Iglesia “a la luz del Concilio” -un intercalar obligado-, recurrente entre los adeptos a los trabajos intraeclesiales, en este caso uno de los tantos presuntos modernos y “bien informados”: “Una diversa manera de mirar el dialogo con el mundo contemporáneo, con las sociedades, con las culturas, con las ciencias, con los hombres y con las mujeres concretas. Desde el Concilio se dieron debates, hasta batallas, hasta el cisma consumado en 1988” - el de Lefevre. Y después, un escándalo inaudito: “Decenas de teólogos fueron desautorizados, criticados, suspendidos de la enseñanza, reducidos al silencio, en algunos casos expulsados u obligados a la auto expulsión de la Iglesia, porque sus investigaciones, sus libros, sus enseñanzas, partiendo del Concilio, buscaban abrir nuevos caminos, no siempre gratos, no siempre comprendidos, no siempre claros”.
Parecía que, antes del Concilio, la Iglesia no vivía en la realidad, que la época patrística, los teólogos medievales y los Santos modernos no habían conocido los debates y las confrontaciones cerradas. En lo que se refiere a los “así llamados” teólogos ‘reducidos al silencio’ realmente la afirmación es increíble: visto que, por ejemplo, Leonardo Boff acaba de escribir hace poco un libro contra el pensamiento y la persona del Papa. Lo importante, en algunos casos, es que se hable “partiendo del Concilio”; y en efecto solo se trata de la partida, para después hablar de algo totalmente distinto, y ciertamente no de aquello que verdaderamente dijo el Concilio. Para muchos no es aquello que el Concilio Vaticano II realmente afirmó lo que cuenta, sino la interpretación que debe ser dada al Concilio: por lo general se tiende a considerarlo una “nueva creación”, por la cual el rol de la Iglesia en el mundo se convierte sobre todo en el de “denunciar las injusticas y comprometerse en lo social” en nombre de la fe, sin antes preguntarse qué es la fe, ni preocuparse del silencio sobre la esperanza no más ultra terrena. ¿Pero qué virtud teologal sería si valiese solo para este mundo?
Parece que, para los adeptos a los trabajos, el “espíritu del Concilio”, del que se hablaba hasta hace algún tiempo, ha dejado espacio a un fantasma “globalizado y globalizante” que “circunda en la Iglesia de todos los continentes y lleva consigo preguntas precisas e ineludibles: ¿Qué forma de dialogo tener con las múltiples sociedades, culturas y religiones? Y si hasta ahora la Iglesia se ha esforzado en encontrar la voluntad de Dios” -destacan que- “¿será necesario que se comprometa para hacer que el mundo sea menos injusto?”
A decir verdad, el buen pueblo cristiano sabía que en la Iglesia esparcida por el mundo sopla el Espíritu Santo y que, si alguien circunda “paralelamente”, no es un fantasma sino “el diablo, como león rugiente” (1 Pe 5, 8). Además, el pueblo cristiano sabe que el único mandato de Cristo a la Iglesia es el dialogo, sí, pero aquello de la salvación, que habla de Dios, o en una sola palabra el Evangelio; un dialogo siempre nuevo a cada generación, como recuerda la Evageli nuntiandi de Pablo VI o la nueva Evangelización de Juan Pablo II. Es esta la tarea permanente de la Iglesia: curar al hombre del pecado, no con improbables recetas a la moda o con el activismo, sino con el fármaco de la inmortalidad que es Cristo, que cura y resucita al hombre de todas las generaciones, que de otro modo permanece enfermo y muere.
Esto no ha sido “inventado” por algún Concilio, ni se podría inventar otra receta: valía antes del Vaticano II y tendrá valor siempre. El sentido de la correcta interpretación del Concilio que ha obrado una reforma y no una ruptura, es indicado por el Papa Benedicto XVI, es válido para toda época y generación eclesial y no es otra cosa que la actuación continua de la palabra del Verbo: “Yo hago nuevas todas las cosas” (Ap. 21, 5).
La auténtica novedad, hoy en día, sería el diálogo entre razón y fe, si no fuese en verdad un dialogo ya antiguo: resale al evangelista Juan que escribió: “Al principio era el Logos”, el Verbo, la Palabra, la Razón a partir de la cual han sido hechas todas las cosas. La Iglesia lee el Concilio, lo comprende y lo actúa solo a la luz del Logos eterno que es desde el inicio y que anima con el Espíritu Santo. No existe otro Espíritu, ni siquiera ‘conciliar’, que pueda guiarla. Sería solo un fantasma. (Agencia Fides 18/10/2007; líneas 59, palabras 918)


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