por Marie Symington
Roma (Agencia Fides) – San John Henry Newman ha sido proclamado recientemente Doctor de la Iglesia y, posteriormente, nombrado Patrón de la Pontificia Universidad Urbaniana, dependiente del Dicasterio para la Evangelización (Sección para la Primera Evangelización y las Nuevas Iglesias Particulares).
Como Doctor de la Iglesia y Patrón de dicha universidad, Newman es absolutamente digno de estos reconocimientos.
La búsqueda de la Verdad guio a Newman a lo largo de toda su vida, desde sus años como devoto anglicano en la Universidad de Oxford hasta su conversión al catolicismo en 1845. La revelación de la Verdad anima del mismo modo a la Iglesia en su misión de proclamar el Evangelio. Como explicaba Newman en su discurso “The Salvation of the Hearer the Motive of the Preacher” (“La salvación del que escucha es la motivación del predicador”): «Queridos hermanos, si estamos seguros de que el Santísimo Redentor ha derramado Su sangre por todos los hombres, se sigue claramente y sin ambigüedad que nosotros, Sus siervos, Sus hermanos, Sus sacerdotes, no deberíamos estar dispuestos a ver esa sangre derramada en vano [...] ¿Qué incentivo para la predicación es más poderoso que la firme convicción de que se trata de la predicación de la verdad? [...] ¿Qué persuasión más grande para atraer a los hombres a la Iglesia que la convicción de que ella es el medio especial mediante el cual Dios obra la salvación de aquellos que el mundo educa en el pecado y la incredulidad?».
La conversión de los corazones es el núcleo de la misión de la Iglesia, tal y como lo demuestran la tradición y el mismo significado del catolicismo, aunque esto pueda parecer a veces sobrecogedor.
En su discurso “Prospects of the Catholic Missioner” (“Perspectivas del misionero católico”), Newman subraya la gran herencia que los católicos han recibido desde los tiempos de San Pedro -una historia que ha resistido todas las pruebas a lo largo de los siglos- para animar a los fieles en su vocación: «Somos confiados, fervorosos y firmes, porque somos los herederos de San Pedro, San Gregorio Nacianceno, San Gregorio Magno y de todos los demás hombres santos y fieles que, en su tiempo, con sus palabras, sus acciones o sus oraciones, promovieron la causa católica». Así como los anglosajones paganos en tiempos del papa Gregorio I experimentaron la alegría de la Buena Nueva cuando él envió misioneros a Gran Bretaña, también los católicos de hoy están llamados a compartir esa misma alegría al difundir la Palabra.
El anuncio del Evangelio sigue siendo la misión esencial de la Iglesia. De hecho, la llamada universal a difundir la Palabra en todo el mundo está en conformidad con la naturaleza misma de la Iglesia católica (kataholos, en griego, significa “según el todo” o “universal”).
Como recordaba Newman, «Actuamos conforme a nuestro nombre; los católicos se sienten como en casa en cualquier época y lugar, en cualquier estado de la sociedad, en cualquier clase de la comunidad, en cualquier etapa de desarrollo».
Dicho esto, el gran celo que impulsa a los misioneros católicos a defender la Verdad nunca debe atropellar la amabilidad y la compasión con las que están llamados a predicar. El amor de Dios abarca el amor por Su creación, por la humanidad, incluso en su debilidad.
Newman reflexionaba sobre esta virtud de la compasión en su sermón “St. Paul’s Gift of Sympathy” (“El don de la compasión de San Pablo”), describiéndola como un don poseído por los santos, fundado «en una experiencia íntima de lo que realmente es la naturaleza humana, en su irritabilidad y sensibilidad, en su desaliento y mutabilidad, en su enfermedad, en su ceguera y en su impotencia». Ese amor por la humanidad busca reflejar el amor infinito de Dios por su pueblo.
Como explicaba Newman: «Así como Dios Todopoderoso tiene la compasión de un padre hacia sus hijos, pues conoce nuestra naturaleza y recuerda que somos polvo, así también, siguiendo su ejemplo, estamos llamados a amar la virtud de la humanidad, como podría llamarse. Una virtud que deriva de su gracia sobrenatural y que se cultiva por amor a Él, aunque su objeto sea la naturaleza humana considerada en sí misma, en su intelecto, en sus afectos y en su historia».
Por lo tanto, la defensa de la Verdad nunca debe caracterizarse por la arrogancia o el juicio, sino fundamentarse en la humildad y la compasión, reconociendo nuestra naturaleza humana compartida e imperfecta.
Newman observaba que podemos mirar al apóstol Pablo como ejemplo, ya que él «era plenamente consciente de ser un hombre […] él mismo se consideraba un ser frágil que hablaba a hombres frágiles, y era tierno con los débiles por el sentido de su propia debilidad».
Los misioneros católicos pueden hacer lo mismo, poniendo su confianza en la gracia de Dios como fuente de fortaleza.
Además de comprender las debilidades comunes a todos los seres humanos, Newman reconocía que cada persona está moldeada por un pasado único y por disposiciones particulares. Aunque la proclamación del Evangelio sigue siendo la misión universal de la Iglesia, esta se enraíza ante todo en una relación personal con Dios que abraza la individualidad de cada persona.
Newman era profundamente consciente de esta dimensión íntima. En su conferencia Logical Inconsistency of the Protestant View (Incoherencia lógica de la visión protestante), subrayaba que la Iglesia se difunde «a través de las conversiones individuales, el ejercicio del juicio personal, la comunicación entre mentes mediante el conflicto de opiniones, el celo de los conversos y en medio de la persecución; no mediante un plan de acción general o un movimiento político». Del mismo modo, así como recibir el Evangelio es un acto profundamente personal, también lo es proclamarlo. La misión de cada católico está modelada por su propia historia y carácter; no existen dos vocaciones iguales.
En sus Meditations on Christian Doctrine (Meditaciones sobre la doctrina cristiana), Newman reflexiona sobre la vocación única que Dios le ha confiado, sugiriendo que cada persona es llamada por Él a una misión propia: «He sido creado para hacer algo o ser algo para lo cual nadie más ha sido creado. Tengo un lugar en los designios de Dios, en el mundo de Dios, que nadie más tiene; sea rico o pobre, despreciado o estimado por los hombres, Dios me conoce y me llama por mi nombre […] Dios me ha creado para prestarle un servicio concreto; me ha confiado una tarea que no ha encomendado a ningún otro. Tengo una misión».
El lema cardenalicio de san John Henry Newman, Cor ad cor loquitur (“El corazón habla al corazón”), expresa de modo admirable la esencia de la misión católica: antes que nada, la conversión comienza con un encuentro sincero entre dos personas. Es a través de este encuentro que Dios puede tocar y transformar los corazones de sus criaturas.
(Agencia Fides 6/11/2025)