Padre Lombardi: el ‘Concilium Sinense’, el Vaticano II y la esperanza cristiana “para el mundo real”

sábado, 11 octubre 2025 misión   evangelización   diálogo   concilio vaticano ii  

Photo Teresa Tseng Kuang Yi

de padre Federico Lombardi SJ*

Roma (Agencia Fides) – Publicamos el discurso pronunciado por el padre Federico Lombardi con ocasión del Acto Académico titulado “Cien años después del Concilio de China: entre historia y presente”, que el viernes 10 de octubre por la tarde concluyó en el Aula Magna del Ateneo la jornada de inicio del Año Académico de la Pontificia Universidad Urbaniana.
Durante el Acto Académico se presentó el volumen “100 años del Concilium Sinense: entre historia y presente 1924-2024”, publicado por la Urbaniana University Press, bajo la dirección del Dicasterio Misionero.
El volumen reúne los Actos del Congreso internacional sobre el “Concilium Sinense” celebrado en la misma Universidad Urbaniana el 21 de mayo de 2024, exactamente 100 años después del Concilio de Shanghái.

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En primer lugar, considero necesario expresar mi profundo reconocimiento por el excelente volumen que presentamos en esta ocasión, es decir, los Actos del Congreso internacional celebrado en esta misma sede el año pasado con motivo del centenario del Concilio de Shanghái, complementados por tres significativas ponencias del Congreso realizado el día anterior en la Universidad Católica de Milán para la misma ocasión.
Más allá del altísimo nivel eclesial y cultural de los ponentes romanos y milaneses, ampliamente conocidos (cuyos nombres no repetiré), el hecho de que cinco destacados ponentes, entre ellos el nuevo Obispo de Shanghái, S.E. Mons. Shen Bin, así como dos figuras de primer nivel de la Academia China de Ciencias Sociales (la profesora Zheng Xiaoyun y el profesor Liu Guopeng) y dos directores de institutos culturales chinos reconocidos de alto perfil (el profesor Tan Lizhu y el reverendo Antonio Chen Ruiqi), hayan venido expresamente desde China para esta ocasión, demuestra por sí mismo la importancia y el significado de la iniciativa en el marco del desarrollo de las relaciones culturales, eclesiales y, digámoslo también, diplomáticas entre la Iglesia y China. Además del equilibrio entre los ponentes –chinos y no chinos–, el hecho de que la publicación sea íntegramente bilingüe, italiano-chino, lo que ha implicado mucho tiempo y esfuerzo, le confiere un valor especial. La forma bilingüe constituye en sí misma un mensaje coherente con el tema tratado y con el espíritu que animó el gran avance del Concilio de Shanghái.
El volumen es también muy valioso por su rico contenido. Nos permite comprender mejor este acontecimiento de hace cien años, ciertamente uno de los más importantes para la historia de la Iglesia en China en el siglo XX, pero también crucial para la historia general de las misiones católicas.
Gracias a las diversas contribuciones, podemos contextualizar el Concilio de Shanghái en las complejas vicisitudes de la historia y la sociedad china de aquel periodo, con el fin del Imperio y la transición a la República; así como en el contexto de la historia de la Iglesia, de sus relaciones con el colonialismo y con el surgimiento de los Estados-nación; y, naturalmente, de manera más específica, en la historia de las relaciones entre la Santa Sede y China.
Con la contribución de Liu Guopeng y Chen Ruiqi, se nos guía para comprender la preparación del Concilio, la elección de Shanghái como sede de su celebración, el desarrollo y los problemas abordados por la asamblea –que van desde la terminología religiosa hasta los problemas concretos de la vida eclesial–, la revisión y aprobación romana de los documentos finales, su recepción y desarrollos posteriores.
En toda esta historia destaca la gran figura del Arzobispo Celso Costantini y su valiente fidelidad al implementar las directrices de Benedicto XV para la renovación de las misiones católicas claramente liberadas de las influencias políticas y culturales del colonialismo occidental. Es un verdadero cambio de situación y perspectiva. El objetivo era formar y valorizar decisivamente al clero local y preparar la designación de obispos chinos, reduciendo la dependencia casi total de los misioneros europeos. Solo así la Iglesia católica podría dejar de ser percibida como extranjera y convertirse en verdaderamente china. Al mismo tiempo, se reconocía la importancia de la conciencia nacional china, que se consolidaba en el proceso de superar el colonialismo y la profunda humillación que infligió a la dignidad del pueblo chino y de su milenaria tradición
El papel de Costantini puede considerarse decisivo; sin embargo, no debemos olvidar la importancia de otras voces que lo acompañaron, especialmente las chinas. De lo contrario, se repetiría inadvertidamente el error de privilegiar la perspectiva europea.
Por ello, es correcto que en el volumen se destaque la figura de Ma Xiangbo, claramente delineada en la extensa ponencia del profesor Li Tiangang. Miembro de una respetada familia católica de Shanghái e ingresado en la Compañía de Jesús, de la cual había recibido su educación, abandonó la Compañía debido a tensiones con sus compañeros franceses, pero se afirma como una figura de primer orden en la cultura y sociedad china, desempeñando un papel decisivo en la fundación de universidades católicas: primero la Aurora en Shanghái con los jesuitas, y luego la Fu Jen en Pekín. Así contribuye eficazmente a la integración de la Iglesia católica en el ámbito educativo y cultural chino y a la necesidad del crecimiento no solo numérico, sino también cultural del clero autóctono.

En este breve discurso, deseo subrayar sobre todo dos puntos.
Después de la lectura general de las Actas y, más específicamente, de las contribuciones de los autores chinos, me parece evidente que en las últimas décadas se ha consolidado un consenso que antes no existía sobre el reconocimiento de ciertos pilares fundamentales del puente de diálogo e encuentro entre la Iglesia y China.
El primero es Matteo Ricci con sus primeros compañeros y sus amigos chinos. El segundo es Celso Costantini con el Concilio de Shanghái y el movimiento eclesial que lo acompaña.
El primero –como decía– está representado por la figura y la obra de Matteo Ricci. La mayoría de los ponentes lo mencionan como modelo de actitud cultural y espiritual positiva, basada en el respeto y el diálogo, en el encuentro respetuoso y fructífero entre la Iglesia y la cultura china; para usar una palabra que Ricci apreciaba, “sobre la amistad”. Se han usado términos como “acomodamiento” o “adaptación”, pero ciertamente se trata de una primera fase imprescindible del proceso que hoy solemos llamar “inculturación”, o –como insisten en llamarlo actualmente los chinos, con un término aún oscilante– “sinización”.
Hoy es un hecho que tanto las autoridades eclesiásticas –empezando por los papas recientes– como las autoridades chinas, no solo eclesiásticas sino también civiles, incluidas las de mayor rango, mencionan a Ricci como modelo de actitud cultural y espiritual positiva para el diálogo y el encuentro entre Oriente y Occidente, entre el cristianismo y la realidad china. A pesar de sus límites, el tiempo y la obra de Ricci y de los jesuitas de finales de la dinastía Ming e inicios de la Qing pueden considerarse un primer pilar sólido y reconocido por ambas partes del puente de diálogo y encuentro entre la Iglesia y China.
Lamentablemente, sigue un periodo muy largo, verdaderamente trágico, en el que esta relación se ve radicalmente comprometida. Primero por la “controversia de los ritos”, interna a la Iglesia, y luego por la ambigüedad de la relación de “protección” de las misiones cristianas por parte de las potencias europeas, ligada a su colonialismo. La responsabilidad de los errores cometidos por la parte católica, con los conflictos entre órdenes religiosas y los malentendidos romanos, junto con el arraigado sentido de superioridad cultural de los misioneros, aunque fuesen generosos, continúa obligándonos a una profunda meditación sobre la historia de la Iglesia y sus misiones. Los rechazos, resentimientos, oposiciones e incluso persecuciones violentas y dramáticas fueron, en gran medida, consecuencia de ello, y todavía se perciben sus secuelas hasta hoy. Sobre todo este conjunto de «errores y limitaciones del pasado», Juan Pablo II, en nombre de la Iglesia, pronunció unas palabras muy contundentes en el contexto de sus grandes peticiones de perdón en la época del Gran Jubileo, dirigiéndose precisamente a China, a los chinos y a sus autoridades: «Por todo esto pido perdón y comprensión a quienes se hayan sentido, de alguna manera, ofendidos o heridos por tales formas de actuación de los cristianos» (JPII, Enseñanzas, XXIV, 2 (2001), 601-666).
Sobre este trasfondo, el Concilio de Shanghái y sus consecuencias, la obra de Costantini, se presentan como un acontecimiento histórico que marca un giro determinante con efectos a largo plazo. El valor de este Congreso-Encuentro, ahora testimoniado en las Actas, reside precisamente en consolidar y compartir el reconocimiento de este hecho, no solo por parte de la Iglesia católica, sus autoridades y estudiosos, sino también por la parte china, tanto civil como eclesiástica.
Los compromisos con el colonialismo deben terminar. La Iglesia católica no es extranjera en China, no es importada, sino que tiene raíces profundas en China y debe ser capaz de vivir y desarrollarse allí con sus propias fuerzas. Sin separarse de la comunidad más amplia de la Iglesia universal, es un componente vital de la nación china con su cultura milenaria.
Aunque todavía será necesario un largo camino para que todo esto se traduzca en la vida concreta de las comunidades eclesiales y para que sea comprendido por los interlocutores externos a la Iglesia, y aunque el precio a pagar por las oposiciones surgidas a lo largo del tiempo seguirá siendo alto, podemos afirmar que el Concilio de Shanghái y la obra de Costantini constituyen un nuevo y sólido pilar del puente de encuentro entre la Iglesia católica y China. Para emplear el vocabulario de nuestros conferenciantes chinos, como el profesor Liu Guopeng, hemos pasado de una profunda adaptación a una auténtica “indigenización”.
Naturalmente, el Concilio de Shanghái no debe considerarse un acontecimiento aislado, un episodio puntual, sino un momento central dentro de un proceso más amplio que comprende otros hitos estrechamente vinculados. En primer lugar, la consagración de los primeros obispos chinos por parte de Pío XI, de cuyo centenario celebraremos el próximo año; después, la conclusión definitiva de la controversia sobre los ritos chinos y el establecimiento de la jerarquía eclesiástica en China por obra de Pío XII. En todos estos pasos sucesivos desempeñó también un papel decisivo el arzobispo Celso Costantini, quien, una vez regresado a Roma, ejerció como secretario de Propaganda Fide. El conjunto de estos acontecimientos, a pesar de los conflictos que se producirían más tarde, constituye un nuevo y sólido punto de apoyo para el desarrollo de la relación entre la Iglesia y China. Es más -podríamos afirmar, casi de manera paradójica- que el hecho de que los conflictos posteriores no hayan conseguido destruir el puente demuestra la profundidad de las raíces de la fe cristiana en China desde los tiempos de Matteo Ricci, así como la solidez de la renovada “indigenización” de la Iglesia católica tras el fin del Imperio y en el nacimiento de la China moderna.
Debemos, por tanto, seguir promoviendo y consolidando la conciencia y la convicción de la irreversibilidad de este segundo paso. Por ello, el discurso sobre el centenario del Concilio de Shanghái debe necesariamente continuar y profundizarse, vinculándose al inminente centenario de las ordenaciones episcopales chinas, que conmemoraremos el próximo año.

Aquí se inserta el segundo punto al que deseo atraer vuestra atención.
Si queremos continuar con la imagen simbólica de los pilares del puente, algunas ponencias recogidas en las Actas subrayan también un pilar posterior. Si el Concilio de Shanghái representó la renovación y la ampliación de los horizontes de la Iglesia para lograr un encuentro más auténtico y profundo con la identidad y la cultura china, el Concilio Vaticano II expandió los horizontes de la Iglesia hacia el diálogo con el mundo moderno en toda su amplitud y en la diversidad de sus culturas. Este espíritu puede favorecer también una interacción con la dinámica de apertura de China al mundo, característica de la época actual, sobre la cual ha insistido particularmente la profesora Zheng Xiaoyun. Otro de los conferenciantes chinos, Tan Lizhu, cita un pensamiento de Yves Congar, según el cual “el catolicismo antes del Concilio Vaticano II parecía ofrecer poca esperanza para el mundo real. La esperanza se había vuelto individual y escatológica más que universal, social e histórica” (p. 156).
Personalmente, puedo añadir que también el papa Benedicto XVI, en la encíclica Spe Salvi, desarrolla consideraciones críticas sobre una visión excesivamente estrecha e individualista de la esperanza cristiana. Una nueva China, que se percibe a sí misma como protagonista del futuro de nuestro planeta, no se siente en contradicción con una Iglesia preocupada y corresponsable del destino de la humanidad y de la casa común.
Por su parte, el obispo de Shanghái, Mons. Shen Bin, evoca la conocida afirmación de los últimos pontífices, reiterada de modo particular por el papa Francisco en relación con China: ser un buen cristiano no es incompatible con ser un buen ciudadano, sino que forma parte esencial de ello. De nuevo, el profesor Tan Lizhu subraya con agudeza la compatibilidad -o mejor dicho, la reciprocidad necesaria- entre la universalidad y la sinización, porque “la universalidad se encarna en la diferencia y no la anula” (p. 160).
En definitiva, a pesar de ciertas rigideces y formulaciones categóricas que se perciben en algunas páginas de este volumen, puede afirmarse que el conjunto inspira confianza: tanto por el recorrido histórico que nos invita a reconocer, como por las perspectivas positivas que alienta a cultivar.
Asimismo, nos recuerda que el camino de la Iglesia en China está acompañado y guiado por el Espíritu Santo.
Así lo expresa explícitamente, en primer lugar, el papa Francisco en su mensaje de apertura del Congreso: “El Espíritu Santo reunió a los padres conciliares del Concilium Sinense, hizo crecer la armonía entre ellos y los condujo por caminos que muchos de ellos no habrían imaginado, superando incluso perplejidades y resistencias. Así actúa el Espíritu Santo, que guía a la Iglesia” (p. 17).
El tema de la acción del Espíritu Santo es retomado con entusiasmo y convicción también por uno de los conferenciantes chinos, Tan Lizhu, al hablar de la sinodalidad como el modo o estilo de acción apropiado para la Iglesia del Tercer Milenio, y del “caminar con el Espíritu Santo”, para que la Iglesia de Dios pueda “caminar con China, caminar con el pueblo chino, glorificar al Señor y hacer el bien al pueblo” (p. 159).
No se trata solo de una consideración devota para concluir estas breves reflexiones. Se trata de afirmar el profundo valor espiritual del compromiso destinado a fortalecer, también en beneficio de la Iglesia en China, las estructuras de comunión y participación dentro de la Iglesia universal.
En este contexto, permítaseme finalmente observar que tanto para el padre Matteo Ricci como para el cardenal Celso Costantini están actualmente en curso las causas de beatificación, con la alegría y el apoyo de muchos fieles chinos.
Su labor iluminada para la evangelización y para el encuentro entre la fe cristiana y la civilización china no fue solo fruto de su inteligencia, sino también expresión de la virtud cristiana vivida en escucha del Espíritu Santo.
Sigamos, pues, con confianza en el surco de su inspiración y de su ejemplo.
¡Gracias!

(Agencia Fides 11/10/2025)

*Presidente de la Fundación Vaticana Joseph Ratzinger-Benedicto XVI


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