del padre Giulio Albanese MCCJ*
Publicamos la intervención pronunciada por el padre Giulio Albanese, misionero comboniano, actual director de la Oficina de Comunicaciones Sociales y de la Oficina de Cooperación Misionera del Vicariato de Roma, con motivo del Congreso Misionero Internacional «La Missio ad Gentes hoy: hacia nuevos horizontes».
Promovido por el Dicasterio para la Evangelización (Sección para la Primera Evangelización y las Nuevas Iglesias Particulares) y por las Obras Misionales Pontificias, el Congreso se ha celebrado en la tarde del sábado 4 de octubre en el Aula Magna de la Pontificia Universidad Urbaniana, en el marco del Jubileo del Mundo Misionero y de los Migrantes.
Roma (Agencia Fides) - Discernir a la luz de la Tradición de la Iglesia no significa únicamente distinguir entre lo que es bueno y lo que es malo; significa, sobre todo, reconocer de qué lado queremos estar.
Vivimos en una sociedad planetaria marcada por un evidente desorden en todos los continentes. La crisis ruso-ucraniana, lo que ocurre en Palestina y en Tierra Santa, sin olvidar la dramática situación en Sudán -de la que la prensa internacional habla muy poco- son señales alarmantes. Se trata, de hecho, de la primera emergencia humanitaria a nivel mundial: de una población de 50 millones de habitantes, 25 millones son refugiados. Una parte importante está desplazada dentro del país, el resto ha buscado refugio en naciones vecinas.
¿Y qué decir de la tensa situación en la franja del Sahel -Burkina Faso, Mali, Níger- y de tantas otras periferias del mundo, por usar el lenguaje del Papa Francisco, donde tanta humanidad sufriente es sacrificada en el altar del egoísmo humano? Creo que el primer y verdadero desafío consiste en no ser simples comparsas en el escenario de la historia.
Este riesgo no afecta solo a los fieles laicos. También nosotros, los misioneros, a veces nos conformamos con vivir nuestra experiencia misionera mirando únicamente nuestro propio territorio, olvidando que nuestra fe es católica, universal. La catolicidad debe entenderse aquí como una auténtica globalización de Dios, inteligente y perspicaz.
Las señales de los tiempos están ante nuestros ojos, pero debemos creer que nuestra historia es, ante todo, una historia de salvación. Y no es fácil hacerlo en estos tiempos.
También nosotros hacemos nuestra la súplica que leemos en el Evangelio de mañana: como los discípulos, pedimos a Jesucristo, al Buen Dios, que aumente nuestra fe. Porque es evidente que, cuando se vive en medio de la persecución, la injusticia o la opresión -que claman venganza ante Dios-, el desánimo puede apoderarse de nosotros.
Por eso, elevo esta petición consciente de tener ante mí a mujeres y hombres que han elegido estar del lado de los últimos. Atravesar la Puerta Santa y vivir la experiencia jubilar significa comprometerse a afirmar el cambio. ¿Y quién mejor que nuestros misioneros y misioneras puede cultivar esta virtud -no solo un sentimiento- que es la esperanza, el optimismo de Dios?
Significa creer que todo coopera al bien de quienes aman a Dios, que Él escribe recto en las líneas torcidas de la historia. Todo este razonamiento se inscribe, evidentemente, en el horizonte del Reino de Dios. Y no es fácil creer en su presencia cuando uno se encuentra en situaciones como la de nuestros hermanos y hermanas en Gaza y sus alrededores.
No es fácil. Al releer la hermosa encíclica misionera de san Juan Pablo II, Redemptoris Missio (1990), comprendemos que el Reino de Dios es, en sus propias palabras, «la presencia de Jesucristo en la historia de los hombres».
Estamos llamados a dar testimonio de esta fe incluso en las circunstancias más extremas, a través de la oración y la contemplación. Como recordaba un gran obispo del siglo XX, don Tonino Bello, debemos ser «contemplativos-activos». De la contemplación hemos de pasar a la acción, para «dar razón de la esperanza que hay en nuestros corazones», como exhorta el apóstol Pedro.
Cuando hablamos del Reino de Dios, superamos la perspectiva eclesiocéntrica. San Juan Pablo II lo explicó con claridad: la Iglesia es el germen, el signo y el instrumento del Reino de Dios, pero el Espíritu del Señor sopla también más allá de sus muros.
Vosotros, misioneros en las periferias del mundo -pienso en quienes viven en Mongolia y en tantos otros lugares donde la Iglesia es un pequeño rebaño-, sabéis bien que el Espíritu del Señor actúa misteriosamente a través de otras culturas. Se nos pide anunciar y testimoniar la Buena Nueva, no convertir, porque la conversión es obra del Espíritu Santo, la chispa de la gracia; y además existe la libertad del interlocutor que tenemos delante.
Como afirmaba sabiamente san Pablo VI en la exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi (1975), «el hombre contemporáneo escucha más gustosamente a los testigos que a los maestros; y si escucha a los maestros, es porque son testigos». Porque sus gestos preceden a las palabras.
El Reino de Dios se fundamenta en la paz, la justicia, la solidaridad, el bien común y el respeto por la Creación, la casa común. Todo halla su plenitud en Jesucristo. Este es, en definitiva, el gran desafío para nosotros, los misioneros de hoy: no caer en la esquizofrenia espiritual, en la separación entre el Espíritu y la vida.
Nuestro Señor Jesucristo no nos pidió que nos quedáramos en las sacristías. Nos pidió que saliéramos fuera de los muros, que bajáramos al ágora, a la plaza. La espiritualidad misionera es, por tanto, vida según el Espíritu: de un lado está el Espíritu, la Palabra poderosa de Dios; del otro, la plaza, el mundo.
Y digo esto porque hoy es evidente que, sobre todo en las Iglesias de antigua tradición, el intimismo y el espiritualismo ejercen una influencia -permítaseme decirlo- viral y perniciosa. Estas actitudes se muestran desencarnadas frente al fluir de la historia.
Pero hay otra consideración muy importante: han pasado dos mil años y la cosecha sigue siendo realmente abundante, mientras que los obreros son pocos. La crisis vocacional en las Iglesias de antigua tradición salta a la vista.
En 1990 participé en el primer Congreso Misionero organizado en Verona por la entonces Oficina de Cooperación Misionera entre las Iglesias, celebrado del 12 al 14 de septiembre. En aquel momento había casi 24.000 misioneros italianos: 800 laicos, 750 Fidei donum y el resto ad vitam ad gentes, es decir, miembros de congregaciones, institutos misioneros y sociedades de vida apostólica. Hoy son unos 4.000 misioneros italianos, de los cuales 2.000 laicos -un dato importante, porque muestra el crecimiento del laicado-, mientras que los ad vitam ad gentes son aproximadamente 1.400.
Ahora bien, es evidente que no se trata solo de una cuestión numérica: debemos afirmar la primacía de la calidad de la vida de fe sobre las cifras. Sin embargo, los números también cuentan. Y es evidente que, si las Iglesias -me refiero sobre todo a las europeas- se convierten, perdón por la expresión, en un “útero seco”, traicionan su vocación y van contra su naturaleza. Paradójicamente, dejan de ser verdaderas Iglesias. Entendemos, pues, que hay mucho en juego y que ninguno de nosotros puede decir: «yo no tengo nada que ver».
Todos debemos tener la honestidad intelectual de cuestionarnos a nosotros mismos: las instituciones misioneras, las congregaciones religiosas. Tenemos una gran responsabilidad, especialmente con las generaciones jóvenes.
Creo que es importante hacer dos observaciones. Primera observación: en nuestra época existe una creciente brecha entre bienestar y malestar, progreso y retroceso, riqueza y pobreza. Aquí emerge la cuestión económica, o más precisamente, el problema de las desigualdades.
El año pasado se celebró en Roma un congreso muy deseado por el Papa Francisco. Recuerdo que el papa Bergoglio dijo textualmente: «Debemos reparar la brecha entre los extremos». La misión, hoy, se desarrolla precisamente en esa línea de fractura entre tensiones y polos opuestos. Reparar la brecha significa afirmar la fraternidad universal, comprender que todos somos hermanos y, por tanto, que debemos combatir las desigualdades económicas. Este tema debe entrar de lleno en la agenda de nuestras instituciones, en la agenda misionera.
La economía es hoy tierra de misión. Lo es desde el momento en que los derivados OTC (over the counter), los mismos que contaminaron los mercados en 2008-2009, siguen en circulación; y desde el momento en que las agencias de calificación -Standard & Poor’s, Moody’s y Fitch- descalifican injustamente las economías africanas con fines puramente especulativos. Si la deuda africana -y podría citar otras- crece, es porque la economía necesita redención.
Amigos míos, la época de las vacas gordas ha terminado. Muchos hermanos y hermanas de diversas congregaciones piden ayuda y apoyo, y es justo ser solidarios, por supuesto. Pero es evidente que estamos en recesión. Además, algunos hechos recientes han afectado negativamente a nuestras comunidades y, en ocasiones, han dañado nuestra propia credibilidad.
Quizás deberíamos volver a lo que ya pedían algunas conferencias episcopales. En los años ochenta, yo era estudiante en Kampala, en un seminario donde todos los alumnos eran ugandeses: una experiencia excepcional, inolvidable. En aquellos años, los obispos ugandeses insistían mucho en la autosuficiencia y en la sostenibilidad. Este sigue siendo hoy un desafío para las Iglesias jóvenes. No es fácil, pero existen fórmulas que se promueven a varios niveles.
Pienso, por ejemplo, en la idea de la empresa social o negocio social. Son temas que deberíamos introducir en la formación de nuestros candidatos al sacerdocio y a la vida religiosa.
Concluyo recordando las palabras de san Juan Pablo II en Redemptoris Missio: en esa hermosa encíclica misionera escribió que «la fe se fortalece dándola». Creo que todos debemos atesorar este magisterio.
(Agencia Fides 5/10/2025)
* Director de la Oficina de Comunicaciones Sociales y de la Oficina de Cooperación Misionera del Vicariato de Roma