Enero del 2005: "Para que en los países de misión surjan apóstoles santos y generosos prontos a anunciar a todos el Evangelio de Cristo" Comentario a la intención misionera a cargo de Su Exc. Mons. Robert Sarah, Secretario de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos.

lunes, 17 enero 2005

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - "La misión continua siendo difícil y compleja también hoy cono en el pasado y requiere igualmente el ánimo y la luz del Espíritu: vivimos a menudo el drama de la primera comunidad cristiana, que veía como fuerzas incrédulas y hostiles 'se aliaban contra el Señor y contra su Ungido' (Hch. 4,26). Hoy, como entonces, se necesita rezar para que Dios nos done la franqueza de proclamar el Evangelio; es necesario escudriñar las vías misteriosas del Espíritu y dejarse conducir por él en toda la verdad (cfr Jn 16,13)” (RM n.87).
El cristiano, el misionero es esencialmente un testigo atrevido e intrépido que prolonga la vida, las palabras y las obras de Jesús. Es como la presencia viva de Jesús entre los hombres. Anunciando el Evangelio, reproduce en su vida al propio Jesús, y todo el diseño de Amor y Salvación querido, planificado y realizado por la Santa Trinidad.
Cuando observamos y escuchamos a Jesús, sentimos decir que “ha venido al mundo para dar testimonio de la verdad" (Jn 18,37). Él efectivamente ha venido para dar testimonio de la verdad, con su palabra, su enseñanza y sus obras. Una presencia cristiana o misionera que no sea testimonio, sería bien poca cosa. Es así como se han presentado siempre los Apóstoles: "Este es el Jesús que Dios ha resucitado y todos nosotros somos sus testigos" (Hch 2,32). Es lo que Jesús quería: "Vosotros seréis mis testigos en Jerusalén, en toda la Judea y Samaria, hasta los confines de la tierra" (Hch. 1,8). Jesús nos envía para dar testimoniar. Pero para que nosotros podamos dar testimonio y para que este testimonio sea realmente eficaz y fecundo, es necesario que vaya acompañado de obras de santidad, ya que "todo misionero es auténticamente tal, sólo si se compromete en el camino de la santidad. La santidad es un presupuesto fundamental y una condición completamente insustituible para que se realice la Misión de salvación de la Iglesia" (RM n.90).
Una presencia cristiana o misionera que no sea más que una mera presencia, no acompañada por un auténtico testimonio de santidad, es inútil e incluso dañina. El testimonio que tenemos que llevar es, sobre todo, el testimonio de lo que nosotros somos. Es el testimonio de la vida cristiana, de la vida de Cristo que llevamos en nosotros mismos, es el testimonio del que ha dicho: "Yo he sido crucificado junto a Cristo; vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí" (Gal 2,19-20).; es el testimonio del Espíritu Santo del que somos templo. Si somos misioneros en este o en aquel lugar, eso sucede porque también por medio del exterior humano que llevamos con nosotros, un conjunto de dones y defectos humanos, es posible descubrir el verdadero y auténtico huésped interior que vive en la profundidad de nuestro ser.
"Quien me ha visto a Mi, ha visto al Padre" (Jn 14,9). El misionero o el cristiano hacen visible a Jesús y la obra del Espíritu Santo que viven en él. Un cristiano que no deje ver al Espíritu Santo que habita en su alma, que no irradie la vida cristiana que lleva en si, este cristiano no da testimonio de la vida de Dios que está en Él y no tendrá el ánimo y la valentía de dar el testimonio de la verdad, especialmente cuando las circunstancias sean desfavorables u hostiles.
Concretamente no dona Cristo a los otros, es como un poco de levadura pero una levadura sin mordiente, sin potencialidad trasformadora. Su presencia en el mundo no convierte, no transforma, no suscita el deseo de ser discípulos de Jesús y no construye el Reino de Dios.
Es necesario que nuestro testimonio sea como una luz que alumbre y caliente, como la levadura que transforma la masa. Releemos la parábola del Señor: el Reino de Dios es como un grano de levadura (Mt 13,33) levadura que actúa sobre la masa, que tiene una capacidad de transformación, de acción. Es necesario que nosotros seamos portadores de este fermento: está ya en nosotros, es el Reino de Dios, la gracia divina, la vida divina que está en nosotros.
Si el Reino de Dios no está en nosotros (Lc 17,20) nuestro testimonio podrá ser un testimonio exterior, intelectual y teórico de una verdad, pero no será nunca auténticamente cristiano. En otras palabras, para que un testimonio sea cristiano, debe ser espiritual, debe llevar la vida de Dios en si, es necesario ser un "Santo" (cfr P. Marie-Eugéne del Bambin Jesús).
Pero si es verdad que el Reino de Dios es como la levadura, no podemos olvidar que también el mal es como levadura. En el mundo hay como dos fermentos que combaten entre si. Cuando ponemos un apóstol, un cristiano en cierto lugar, puede ser temeridad y orgullo creer, si no llevamos la vida divina en nosotros, si no es nuestro fermento cotidiano el que domina. La levadura malvada tiene a su disposición una técnica intelectual, un método, toda la fuerza, la influencia persuasoria de los medios de comunicación, que contribuyen a alterar la salud ética de la familia y la sociedad. Esta levadura malvada actúa poco a poco sobre nosotros mismos y amenaza con transformarnos.
Por este motivo, ninguno puede ni debe meterse en camino para la misión sin haber recibido el Espíritu Santo. Cuándo Jesús dijo a sus apóstoles “Id pues, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándolas a observar todo lo que os he ordenado. He aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta al final del mundo" (Mt 28,19-20) añadió enseguida esta recomendación: "No ausentarse sin haber recibido el Espíritu Santo" (cfr. Hch 1,4-5). Ese día los Apóstoles se convirtieron realmente en Apóstoles capaces de dar testimonio de la verdad recibida de Cristo y enseñada por el Espíritu Santo. Se convierten en auténticos Apóstoles ya que están poseídos totalmente por el Espíritu Santo, y ya no actúan más por propia iniciativa, sino movidos por el Espíritu Santo; porque ese día los Apóstoles se hicieron Santos. Es el Espíritu Santo el que suscita los santos apóstoles y santos misioneros para testimoniar el Evangelio de Cristo. + Robert Sarah
(Agencia Fides 17/1/2005; Líneas: 72 Palabras: 1.080)


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