Mayo 2004: “A fin de que, mediante la maternal intercesión de María Santísima, los católicos consideren la Eucaristía como corazón y alma de la actividad misionera” Comentario de la intención misionera indicada por el Santo Padre a cargo de las Religiosas Trapenses del Monasterio de N.S. de San José en Vitorchiano (Viterbo)

lunes, 26 abril 2004

Roma (Agencia Fides) - Según una convicción religiosa muy difundida, la actitud misionera del cristiano sería sobre todo expresión de su disponibilidad activa, generosa y altruista, dispuesta a llevar el anuncio evangélico incluso hasta las tribus más remotas y salvajes de los países menos civilizados. Pero, parece menos evidente lo que en realidad es “el ser misionero”: reflejo, respuesta del creyente al don de Dios, acogida y epifanía de Su Caridad Originaria. Es verdad que el Evangelio de Mateo concluye con la palabra de Jesús: “Id y enseñad a todas las naciones” (Mt 28,19) pero a estas hace eco la afirmación final del mismo capítulo “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. (Mt 28,20; cf. 1,20).
Compartir el don de Dios es una exigencia esencial de la caridad que el Espíritu derrama en el corazón del discípulo de Jesús: “Como el Padre me ha enviado, así os envío Yo” (Jn 20,21). La disponibilidad a llevar la buena nueva del amor de Dios hasta el último confín de la tierra, no es algo que surja originariamente del corazón humano por una gracia particular o de una vocación a la comunión universal; es ante todo, Dios, amor originario y fontal, el principio metafísico de esta caridad descrita por el escolásticos como bonum diffusivum sui.
Dios es esencialmente don de si, incesante e inagotable gratuidad de un Amor que por esencia se difunde, se comunica, e incluso crea al hombre para entrar en una relación interpersonal con El. De reflejo, la dinámica del amor humano no es tan solo una admirable pedagógica que enseña al hombre como hacerse cada vez más imagen de Dios, sino que es el resplandecer en la criatura humana la imagen divina según la cual ha sido pesando, querido y creado.

La Virgen María, prototipo ejemplar del misionero
No es muy común ni fácilmente comprensible, fuera de una genérica devoción mariana, la invocación de Maria como Reina de los Misioneros. De hecho, ni los Evangelios, ni los Hechos de los Apóstoles, ni las Cartas de San Pablo, hablan de una implicación directa y explicita de la Virgen en el anuncio de su Hijo. Pero pensándolo bien ¿quién ha sido más misionero que la Virgen María? ¿Quién ha estado más implicado que Ella en el misterio de la salvación universal? Es de hecho, a través de Ella, la Madre de Dios, como el Padre quiso entregar a su Hijo a los hombres. Y por medio de su humildad, su fe, su disponibilidad al diseño de Dios, comenzó la nueva economía salvífica, el eschaton, la llegada del tiempos: la Encarnación del Verbo.
Maria es ejemplo, con su virginal maternidad, de una misión vivida en todas las fibras de su ser: la obediencia a la Palabra de Dios, la ha hecho, como dicen los Evangelios y como comentan admirablemente los Padres, Madre de Jesús y de todos sus discípulos, guía en la peregrinación de la fe, incono de la Iglesia, Madre universal, Mediadora de todas las gracias.
Mirándola a Ella, contemplamos un ejemplo misionero que llega a expresarse, a partir de la acogida de la fe, hasta la generación de Cristo en nuestra carne humana: en la raíz, su oblación y silencio, abierto a don de Dios, que en el Fiat, desde la concepción del Verbo, lo entrega a todos los hombres. En Ella, resplandece una maternidad que madura en compasión universal (Reina de los Mártires, Virgen Dolorosa, Reina de todos los Pueblos) y presencia fiel, que acompaña a lo largo del camino de toda la historia (Theotokos, Virgen de Lourdes, Nuestra Señora de Fátima...) todos los Misterios del Santo Rosario dan testimonio de ello: la contemplación de la vida de la Virgen lleva al encuentro con su Hijo, desde la Anunciación hasta la Asunción al cielo, desde la Visitación a la Oración unánime con los Apóstoles, en el Cenáculo en espera de la efusión del Espíritu Santo.


Eucaristía y misión
La contemplación de la labor misionera del todo particular de la Virgen María, introduce de forma ejemplar a la percepción de la potencia efusiva de la Caridad. La comunión universal es ante todo dimensión del espíritu y tan solo puede expresarse, in nuce, en la disposición originaria de la oración. Padre Nuestro...
El don de Dios hecho carne, el Señor Jesús, que viene a nosotros a través de la fe humilde y acogedora de la Virgen, permanece sacramentalmente en el Misterio de la Eucaristía. En la historia del cristianismo nada como el Sacramento del Cuerpo y Sangre de Cristo, hace permanecer al Resucitado en la historia de todos los hombres, de todos los tiempos y de todos los lugares: la presencia de Dios con nosotros, hecha pan de Vida, alimento de Salvación, fuente que salta hasta la vida eterna.
La Eucaristía es la expresión sacramental de la efusión ontológica de la divina Caridad: permaneciendo siempre y en todos los lugares en el paso del tiempo, encarna sacramentalmente el don de Dios, que querido antes de los tiempos, envuelve y crea el tiempo para realizarse en el.
La misión es pues una dimensión del espíritu: es la actitud oblativa de la caridad, que responde en el corazón del hombre, en el testimonio de la Iglesia al don incesante del Amor del Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo, sacramentalmente realizado en el Misterio Eucarístico. La Virgen María la discípula acogedora y fiel a Dios, mediación humana de la Encarnación es la criatura que mejor refleja y ejemplifica la acogida obediente del hombre al don de si universal de Dios. (Agencia Fides 26/4/2004 Líneas: 72 Palabras: 978)


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