VATICANO - AVE MARIA de Mons. Luciano Alimandi - La vida en el Espíritu

miércoles, 30 abril 2008

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides)- El tiempo pascual, que culmina con la Solemnidad de Pentecostés, es un tiempo privilegiado para profundizar en la unión con el Espíritu Santo, Tercera Persona de la Trinidad, que “¡es Señor de la Vida!” como profesamos en el Credo. El Amor Divino “da la vida” en un modo tan concreto, que sin Él sería absurdo, para nosotros cristianos, hablar de vida espiritual. Sólo con el Espíritu de Dios nuestra existencia se eleva hacia el Cielo y se convierte en un existir “para Dios” y “en Dios”. Con el don del Espíritu no estamos solos, como en un desierto, sino que caminamos en compañía de Dios.
El Señor dona el Espíritu Santo a quienes viven según Sus mandamientos. Para gustar de los frutos del Espíritu Santo, como el “amor, la alegría, la paz, la paciencia, la benevolencia, la bondad, la fidelidad, la mansedumbre, el dominio de sí” (Gal 5, 22), es necesario vivir en armonía con el Evangelio, es decir, comportándose según: “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mc 8, 34). La primera condición del auténtico discipulado es el “negarse a sí mismo”.
Como afirma san Pablo en la carta a los Gálatas: “Si vivís según el Espíritu, no daréis satisfacción a las apetencias de la carne. Pues la carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a la carne, como que son entre sí antagónicos, de forma que no hacéis lo que quisierais.” (Gal 5, 16-17). El Papa recuerda: “sin el amor por Jesús, que se realiza en la observancia de sus mandamientos, la persona se excluye del movimiento trinitario e inicia a ensimismarse, perdiendo la capacidad de recibir a Dios y comunicarse con Él” (Benedicto XVI, homilía del 27 de abril del 2008).
Solamente se puede hablar de vida espiritual cuando hay decisión por realizar la voluntad de Jesús, en un constante “luchar contra la carne”, es decir, contra el propio egoísmo. Uno de los errores más frecuentes en la vida espiritual es el de cerrarse a la posibilidad de combatir ciertos pecados, ilusionándose con la idea de que la misericordia divina puede “cubrir” o “justificar” tal actitud. Si el Espíritu se entristece, con él se entristece la misericordia de Dios, pues no se le da la posibilidad de limpiar y sanar al hombre de sus enfermedades espirituales.
“El Espíritu Santo, que es Dios junto al Padre y al Hijo, nos renueva en el Bautismo, y de un estado de imperfección nos lleva a la belleza primitiva, nos llena de su gracia a tal punto que no podemos admitir en nosotros nada que sea indecoroso. Él nos libera del pecado y de la muerte, y del ser terrenos, es decir de polvo y tierra, nos hace espirituales, nos permite participar en la gloria divina, ser hijos y herederos de Dios Padre, conformándonos a la imagen de su Hijo, sus hermanos y coherederos, destinados a ser glorificados y reinar con Él”. (Del tratado «Sobre la Trinidad» de Dídimo de Alejandría). La Iglesia siempre ha enseñado, a la Luz de la Verdad revelada, que el Espíritu Santo guía los corazones de los fieles por el camino de la purificación, ligada indisolublemente al arrepentimiento de los pecados, mediante una vida reconciliada con Dios. Con la fuerza del Espíritu Santo, Jesús confió a los Apóstoles y a sus Sucesores el sacramento de la Reconciliación, mediante el cual no sólo son perdonadas las culpas, sino que la gracia santificante es “aumentada”, haciendo al alma cada vez más libre de los apegos al pecado.
¡Cuántos milagros se dan en la discreción del confesional, en quienes llegan sinceramente arrepentidos a confesar los propios pecados! Al propósito de estos “milagros escondidos”, hay un pasaje, de denso significado, en el Diario de Santa Faustina Kowalska, en el que la humilde religiosa polaca recoge su relación con el Señor: “Di a las almas (que) deben buscar consolación… en el tribunal de la misericordia (es decir en el de la Confesión): ahí tienen lugar los milagros más grandes… Y para obtener estos milagros no es necesario realizar peregrinaciones a tierras lejanas, ni celebrar solemnes ritos exteriores, sino que basta ponerse con fe ante uno de mis representantes y confesarle la propia miseria: y el milagro de la divina misericordia se manifestará en toda su plenitud. Incluso si un alma estuviese en descomposición como un cadáver, y humanamente no hubiese alguna posibilidad de resurrección y casi todo estuviese perdido, para Dios no sería así: un milagro de la divina misericordia resucitará aquella alma en toda su plenitud. ¡Infelices quienes no aprovechan este milagro de la divina misericordia! ¡Lo invocaréis vanamente cuando sea demasiado tarde!”. (Diario, pág. 476)
El protagonista de toda confesión sacramental es el Espíritu Santo, que ha sido propagado para la remisión de los pecados. Si se quiere vivir íntimamente unidos a Él, es necesario ir con frecuencia a confesarse para librar al corazón de todo compromiso con el pecado y experimentar cada vez más que “¡el Señor es el Espíritu y donde está el Espíritu del Señor está la libertad!” (2Cor 3, 17) (Agencia Fides 30/4/2008; líneas 56, palabras 817)


Compartir: