CONGRESO MISIONERO - Cardenal Marengo: Susurrar el Evangelio más allá de toda frontera y barrera

domingo, 5 octubre 2025 misión   evangelización   dicasterio para la evangelización   obras misionales pontificias   cardenales  

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del Cardenal Giorgio Marengo IMC*

Publicamos la intervención pronunciada por el cardenal Giorgio Marengo, prefecto apostólico de Ulán Bator, con motivo del Congreso Misionero Internacional «La Missio ad Gentes hoy: hacia nuevos horizontes».
Promovido por el Dicasterio para la Evangelización (Sección para la Primera Evangelización y las Nuevas Iglesias Particulares) y por las Obras Misionales Pontificias, el Congreso se ha celebrado en la tarde del sábado 4 de octubre en el Aula Magna de la Pontificia Universidad Urbaniana, en el marco del Jubileo del Mundo Misionero y de los Migrantes.


Roma (Agencia Fides) - Agradezco a los organizadores de este valioso Congreso Internacional Misionero por haberme invitado y por ofrecerme la posibilidad de compartir algunas reflexiones sobre un tema de gran importancia en la vida actual de la Iglesia. “Susurrar el Evangelio” expresa la profundidad, la complejidad y la belleza de la misión, sobre todo la del primer anuncio. Propongo, por tanto, partir de esta expresión para desarrollar con ustedes una breve reflexión misionera.
Era 1998: durante los trabajos del Sínodo Especial para Asia, el Arzobispo de Guwahati, Mons. Thomas Menamparampil, SDB, compartió con los Padres Sinodales esta expresión. Queriendo resumir la misión de la Iglesia en Asia, el prelado indio habló de “Whispering the Gospel to the Soul of Asia”, es decir, “Susurrar el Evangelio al alma de Asia”. Tras su intervención, en el aula y en los pasillos, muchos se le acercaron para felicitarle por esa definición. Como indio y experto en misión en Asia, Mons. Menamparampil supo sintetizar lo esencial de la misión y su riqueza polifacética en una imagen altamente evocadora.
El corazón de la misión es ciertamente el Evangelio. Puede parecer obvio decirlo, pero es mejor repetirlo que omitirlo: la misión de la Iglesia es siempre y en todas partes ofrecer a cada persona la posibilidad de conocer a Cristo y su Evangelio. Este tesoro está destinado al corazón, a la parte más profunda y misteriosa de la persona. Por eso se susurra: es una acción delicada, requiere confianza, presupone una relación de amistad sincera. Vuelven a la mente las palabras de San Pablo VI, quien en el n. 20 de la Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi recordaba: “Lo que importa es evangelizar -no de una manera decorativa, como un barniz superficial, sino de manera vital, en profundidad y hasta sus mismas raíces- la cultura y las culturas del hombre en el sentido rico y amplio que tienen sus términos en la Gaudium et spes, tomando siempre como punto de partida la persona y teniendo siempre presentes las relaciones de las personas entre sí y con Dios”.
Susurrar el Evangelio nace del corazón y se dirige al corazón. María Magdalena corre a informar a los discípulos del sepulcro vacío y del encuentro con el Resucitado; el corazón ardiente de los discípulos de Emaús desea compartir la alegría del Caminante que disipó las tinieblas de su desilusión. Existe, por tanto, un anuncio ad intra que anima a la primera comunidad creyente y que la sigue sosteniendo en todo tiempo y lugar hasta hoy; pero nace también desde el principio un anuncio ad extra, tal como el Resucitado pidió a los once: “Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio a toda criatura” (Mc 16,15; cf. Mt 28,19-20). San Pablo no puede ocultar el “misterio escondido desde los siglos” y lo anuncia a la comunidad de Colosas, compuesta en su mayoría por gentiles.
En el contexto del Jubileo del Mundo Misionero es importante volver al don de la gracia y a la responsabilidad que implica anunciar el Evangelio a quienes aún no lo conocen. Este es el núcleo específico de la llamada missio ad gentes, que hoy sigue teniendo plena validez y necesidad.
Es hermoso que podamos decirlo aquí, en la Pontificia Universidad Urbaniana, heredera del antiguo Colegio Urbano fundado en 1627 precisamente para dar consistencia a aquel compromiso formativo y de investigación científica que la misión exige. No está de más recordar que la Sagrada Congregación De Propaganda Fide nació para devolver al corazón de la Iglesia la noble tarea de anunciar el Evangelio allí donde aún no era conocido, después de que se hubieran hecho cargo de ello -con méritos, pero también con inevitables limitaciones- las potencias coloniales de la época. Si entonces fue necesario “purificar” el compromiso misionero, poniéndolo bajo la guía de la Sede Apostólica, hoy parece necesario reconfirmar la validez de este mismo compromiso específico, que a veces se ha puesto en duda, como si ya no tuviera razón de ser en un mundo globalizado e interconectado.
Esta ambigüedad ya había sido señalada por San Juan Pablo II, que en 1990 sintió la necesidad de reafirmar la “validez permanente del mandato misionario” en la Encíclica Redemptoris Missio. Se vislumbra así una línea magisterial que parte de la constitución conciliar Ad Gentes, pasa por la ya citada Evangelii Nuntiandi de San Pablo VI, se confirma en Redemptoris Missio de San Juan Pablo II; y se precisa más tarde en documentos de la Congregación para la Doctrina de la Fe, como la Declaración Dominus Iesus (2000, firmada por el cardenal Joseph Ratzinger) y la Nota doctrinal sobre algunos aspectos de la evangelización (2007). La Exhortación Apostólica postsinodal Verbum Domini de Benedicto XVI (2010) también alienta claramente la importancia de la missio ad gentes; finalmente, la Evangelii Gaudium de Papa Francisco viene como confirmación y relanzamiento de la inmutable dedicación de la Iglesia al anuncio gozoso del Evangelio, colocado en el centro de la vida y misión de la Iglesia, también en su organización central, como reafirma la Constitución Apostólica Praedicate Evangelium (2022). Dicho de otro modo, esta ha sido la experiencia de la Iglesia desde sus primeros pasos. San Pablo no concebía su vocación fuera del anuncio: “¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!” (1 Cor 9,16). Gracias sobre todo a él, el Colegio Apostólico fue tomando mayor conciencia de que el mandato recibido del Resucitado concernía sí al pueblo de la Antigua Alianza, pero también a las gentes que provenían de tradiciones religiosas distintas y que representaban la mayoría del mundo de entonces. Si por un instante nos situáramos en las primeras generaciones cristianas, justo después de Pentecostés, nos encontraríamos en un mundo totalmente no cristiano (y en su mayor parte también no judío); y precisamente a ese mundo se sentían enviados los primeros creyentes, guiados por los Apóstoles, para compartir la alegría del Evangelio. Lo habitual era entablar relación con quienes no conocían en absoluto a Jesucristo, y de ahí nacía y se arraigaba la amorosa convicción de querer darlo a conocer.
Replantear hoy la missio ad gentes significa volver a empezar desde aquí, con amor y delicadeza, deseando susurrar el Evangelio al corazón de cada persona y de todas las culturas. Esta tensión amorosa orientada a la comunicación del Evangelio enciende una sincera pasión por las culturas y un compromiso riguroso por descifrarlas, captando sus rasgos esenciales. Con el paso de los siglos nos habíamos acostumbrado a un contexto de conocimiento generalizado del cristianismo; ¡dos mil años de misión no son poca cosa! Y, sin embargo, aunque en medida limitada, hoy siguen existiendo realidades en las que Cristo y su Evangelio no son aún conocidos y las posibilidades concretas de encontrarse con ellos son escasas, por la falta de testigos en el lugar. Es en estas realidades donde se vive principalmente la missio ad gentes. Así puede describirse, según un criterio eclesiológico: estar allí donde la Iglesia visible no está aún presente o lo está de manera incompleta. Es importante tomar conciencia de ello y redescubrir la belleza de esa fase inicial del encuentro del Evangelio con grupos humanos y culturas que por diversas razones no se habían encontrado aún con él. Esto ayuda a mantener la frescura del primer anuncio, capaz de desencadenar un proceso en cadena que vivifica la transmisión de la fe en toda la Iglesia, incluso donde ya está establecida. Las experiencias de Iglesias particulares todavía en fase de inserción, caracterizadas por una condición minoritaria respecto a las sociedades en las que se encuentran, tienen de bello esto: que, a pesar de sus límites evidentes, recuerdan a la Iglesia universal lo esencial de su identidad profunda, es decir, existir para anunciar el Reino de Dios, no para sí misma. La testimonianza de creyentes de las primeras generaciones tiene algo de único y contagioso, como señalan periodistas y escritores que recogen sus voces. Otgongerel Lucía es un ejemplo luminoso: nacida con una grave discapacidad física (ausencia de la parte terminal de los miembros superiores e inferiores), tras abrazar la fe quiso comprometerse en iniciativas de ayuda solidaria, primero como voluntaria, luego como empleada estable. Hoy dirige la Casa de la Misericordia de Ulán Bator, inaugurada por el Papa Francisco en 2023 y destinada a personas en dificultad, a las que ofrece comida, asistencia médica y acompañamiento.
Para acompañar los primeros pasos del arraigo de la Iglesia en un determinado territorio, es fundamental perfeccionar las herramientas que permiten conocer su identidad cultural y entablar un diálogo con ella, a fin de favorecer un crecimiento inculturado de la fe. También en este ámbito, el papel de las personas nativas resulta esencial. Selenge Ambrogio, empresario y experto orientalista, siente la vocación de “mantener abierta la puerta para que entre la luz”. Hombre culto y conocedor de las dinámicas interculturales, es consciente de la complejidad del anuncio evangélico y del largo tiempo que este exige; aun así, no elude la delicada tarea de promover la misión, poniendo sus competencias al servicio de quienes están en búsqueda y fomentando el encuentro del Evangelio con la cultura mongola. Enkhtuvshin Agostino es el único artista católico mongol. Doctor en escultura por la Academia de Bellas Artes de Moscú, a su regreso al país comenzó a colaborar con los primeros misioneros católicos llegados entretanto. En su labor docente universitaria y a través de su producción artística, ofrece valiosas claves de interpretación para la transmisión compartida de la fe.
Susurrar el Evangelio al corazón de una cultura fomenta una evangelización discreta y atenta a los detalles, con la conciencia de que su dinamismo es el de la atracción más que el del proselitismo. En filigrana se vislumbra la profundidad como concepto central de la misión. Un mundo cultural entero que se abre al Evangelio exige delicadeza, paciencia y, sobre todo, profundidad: aquella que la dimensión orante y contemplativa es capaz de custodiar. Estudio, caridad y oración se entrelazan en una experiencia vital marcada por la discreción y la perseverancia. “El misionero debe ser un ‘contemplativo en la acción’. [...] Si no es un contemplativo, no puede anunciar a Cristo de modo creíble. Es testigo de la experiencia de Dios y debe poder decir, como los apóstoles: ‘Lo que nosotros hemos contemplado, es decir, el Verbo de la vida…, eso os anunciamos’ (1 Jn 1, 1-3)”. Esta cita de Redemptoris Missio (n. 91) evoca la profunda unión entre vida contemplativa y misión evangelizadora en los caminos del mundo. Acoger la vocación a la misión ad gentes -pues de eso se trata, de una vocación específic- lleva a descubrir la exigencia ineludible de conformarse cada vez más al estilo elegido por Cristo al revelarse al mundo. El papa León XIV lo ha sintetizado en una reciente catequesis: “El centro de nuestra fe y el corazón de nuestra esperanza se encuentran profundamente enraizados en la resurrección de Cristo. Leyendo con atención los Evangelios, nos damos cuenta de que este misterio es sorprendente no solo porque un hombre -el Hijo de Dios- resucitó de entre los muertos, sino también por el modo en que eligió hacerlo. De hecho, la resurrección de Jesús no es un triunfo estruendoso, no es una venganza o una revancha contra sus enemigos. Es el testimonio maravilloso de cómo el amor es capaz de levantarse después de una gran derrota para proseguir su imparable camino. […] Cuando emerge de los abismos de la muerte, Jesús no se toma ninguna venganza. No regresa con gestos de potencia, sino que manifiesta con mansedumbre la alegría de un amor más grande que cualquier herida y más fuerte que cualquier traición.. El Resucitado no siente la necesidad de reiterar o afirmar su propia superioridad. Él se aparece a sus amigos -los discípulos-, y lo hace con extrema discreción, sin forzar los tiempos de su capacidad de acoger. Su único deseo es volver a estar en comunión con ellos […]”.
Vivida como un susurro del Evangelio al corazón de una determinada cultura, la misión ad gentes se manifiesta en una multiplicidad de expresiones externas, correspondientes a los diversos ámbitos en los que llega a concretarse. Sin embargo, existe una raíz profunda, no siempre visible, que sostiene toda acción exterior y permanece incluso en su ausencia. Si aceptamos la definición de misión ad gentes aquí propuesta, puede decirse que la razón de la presencia del misionero o de la misionera en determinados contextos humanos es “proclamar el Evangelio”, una expresión típica de nuestro lenguaje intraeclesial, pero que requiere ser explicada. Ya en el Nuevo Testamento, dicha expresión se convirtió en una fórmula condensada para designar una realidad compleja y poliédrica. La propia palabra “Evangelio” es una síntesis, un intento de expresar en una sola palabra algo inmensamente amplio y hermoso.
La cuestión central es: poner a las personas en contacto con Cristo, darlo a conocer y a amar, especialmente allí donde esa posibilidad es escasa. Por tanto, la pregunta que debemos hacernos es: ¿cómo evaluar nuestro trabajo misionero cotidiano? ¿Cuál es la calidad del anuncio que proponemos? O, más fundamental aún: ¿hay realmente anuncio en nuestra labor misionera? ¿Hay Evangelio? Ciertamente, se podría responder: “Todo es Evangelio, todo sirve a la misión, todo contribuye”. Pero ¿estamos realmente seguros de ello? Seamos honestos…
Da la impresión de que, incluso en una situación auténticamente ad gentes, una vez instalados, cuando hemos encontrado nuestro lugar, nuestro “escritorio” desde el cual sentimos que somos alguien, terminamos entrando en una dinámica que nos lleva a actuar como misioneros o misioneras, cumpliendo con toda una serie de “cosas que hacer”, pero a veces sin esa profundidad, sin esa intencionalidad que marcan la verdadera diferencia. En realidad, evangelizar es algo mucho más profundo y, aún más, infinitamente más hermoso. Es vivir nuestra relación personal con Cristo a un nivel tan vital que se derrame en nuestra vida cotidiana, sea cual sea. Por ello, nuestras experiencias pueden ser muy diversas, pueden (y en algunos casos deben) incluso cambiar, siempre que en el fondo, dentro de nosotros, exista esa relación viva con Cristo, único Sumo Sacerdote, único y verdadero Pastor, Hermano universal. Si falta esta dimensión, somos verdaderamente dignos de compasión. ¡Qué vida tan miserable, sin ese fuego!
Vislumbramos, entonces, una dimensión que podríamos definir como “generativa” de la misión. Las personas consagradas están llamadas a una paternidad y maternidad espiritual. No basta con que un padre o una madre trabajen, se esfuercen por garantizar la educación, la salud y las oportunidades de sus hijos; deben también cargar con sus crisis, aceptar rechazos, oposiciones, protestas y fracasos. Solo cuando un padre o una madre explora el misterio de sus propios hijos, profundizando en él y presentándolo todo a Dios en la oración, se convierte verdaderamente en alguien generativo, fecundo. En otras palabras, vivir auténticamente la vocación misionera ad gentes implica una participación íntima en el misterio de Cristo, enviado del Padre para la salvación de todos. Esta es su dimensión más profunda y necesaria, capaz de dar fecundidad a las obras externas. También aquí, el maestro es san Pablo. Así describe él su ministerio misionero: “Pienso que a nosotros, los apóstoles, Dios nos ha asignado el último lugar, como condenados a muerte, puestos a modo de espectáculo para el mundo, los ángeles y los hombres. Nosotros, necios por seguir a Cristo; vosotros, sabios en Cristo. Débiles nosotros; mas vosotros, fuertes. Vosotros llenos de gloria; mas nosotros, despreciados. Hasta el presente, pasamos hambre, sed, desnudez. Somos abofeteados, y andamos errantes. Nos fatigamos trabajando con nuestras manos. Si nos insultan, bendecimos. Si nos persiguen, lo soportamos. Si nos difaman, respondemos con bondad. Hemos venido a ser, hasta ahora, como la basura del mundo y el desecho de todos. No os escribo estas cosas para avergonzaros, sino más bien para amonestaros como a hijos míos queridos. Pues aunque hayáis tenido 10.000 pedagogos en Cristo, no habéis tenido muchos padres. He sido yo quien, por el Evangelio, os engendré en Cristo Jesús. Os ruego, pues, que seáis mis imitadores (1Cor 4,9-16). Pablo siente que ha engendrado a sus discípulos en Cristo Jesús; su ministerio no ha sido únicamente una obra de persuasión ni tampoco un mero empeño por mejorar las condiciones de vida de las personas a las que fue enviado, sino que se ha caracterizado por ser un “engendrar en la fe”, con toda la íntima participación interior que ello conlleva.
A lo largo de la luminosa historia de la evangelización, ¡cuántos ejemplos encontramos de hombres y mujeres que han vivido de este modo, con esa profundidad, y precisamente por ello han sido fecundos! El mundo, a menudo, ni siquiera se dio cuenta de ellos hasta después de su muerte; pero su sacrificio contribuyó a hacer crecer, de forma silenciosa y eficaz, la semilla del Evangelio en muchos países, incluso en medio de luchas y persecuciones. En tiempos tan inciertos y cargados de densas nubes de odio entre los pueblos, merece la pena recordar el ejemplo del beato Pierre Claverie, O.P., obispo de Orán (Argelia), mártir. En una entrevista concedida no mucho antes del atentado que acabó con su vida y la de su amigo musulmán Mohamed, utilizó en una homilía estas palabras para describir la misión de la Iglesia en Argelia: “¿Dónde está nuestro hogar? Estamos allí por este Mesías crucificado. ¡Por ninguna otra razón, por ninguna otra persona! No tenemos intereses que defender, ninguna influencia que mantener... No tenemos poder, pero estamos allí como al lado del lecho de un amigo, de un hermano enfermo, en silencio, sosteniéndole la mano, secándole el sudor de la frente. Por causa de Jesús, porque es Él quien sufre, en esa violencia que no perdona a nadie, crucificado de nuevo en la carne de miles de inocentes. […] ¿Dónde debería estar la Iglesia de Jesús, que es ella misma el Cuerpo de Cristo, sino ante todo allí? Creo que está muriendo precisamente porque no está lo bastante cerca de la cruz de Jesús... La Iglesia se equivoca, y engaña al mundo, cuando se presenta como un poder entre otros, como una organización, incluso humanitaria, o como un movimiento evangélico espectacular. Puede brillar, pero no arde con el fuego del amor de Dios”.
Que la intercesión del beato Claverie y de los innumerables testigos del Evangelio en todos los continentes nos confirme en la vocación misionera ad gentes, y haga florecer de nuevo esa llamada también en nuestros días. (Agencia Fides 5/10/2025)

*Prefecto Apostólico de Ulán Bator


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