Por Gianni Valente
Roma (Agencia Fides) - En el año que ahora termina, han sido asesinados al menos 20 misioneros y agentes de pastoral católicos. Al final de este año, como cada año, la Agencia Fides los recuerda, relatando brevemente su historia y las circunstancias de su sangrienta muerte. Un acto habitual, que repetimos cada vez con asombro y gratitud, y no por puro deber o por costumbre. Porque las historias mencionadas de nuevo este año en el dossier editado por Stefano Lodigiani nunca resultan algo "habitual". Nunca nos acostumbramos a ellas.
De nuevo este año, como suele ocurrir, la mayoría de ellos fueron víctimas de muertes violentas en el curso ordinario de sus vidas, entrelazadas con las vidas de otros, en medio de ocupaciones cotidianas. En la mayoría de sus sangrientas muertes ni siquiera se atisba el móvil del odio religioso. En muchos casos fueron asesinados por una brutalidad inmotivada, a veces por una codicia enceguecida.
Este año, un dato connota la lista de misioneros asesinados, quizá más que en ninguna otra coyuntura histórica: muchos de ellos perdieron la vida en lugares y situaciones marcadas por el conflicto. Los mataron soldados de ejércitos regulares, milicianos de bandas armadas descontroladas, grupos terroristas, individuos con ametralladoras en las guerras oscurecidas y esparcidas por doquier. En las metástasis diseminadas por el mundo por el cáncer de la Guerra Mundial que ya no es 'a pedazos' y que desangra la vida de pueblos enteros, como repite obstinadamente el magisterio del Papa Francisco.
En la lista de agentes de pastoral asesinados en 2023 figuran, entre otros, el padre Isaac Achi, que murió pasto de las llamas durante el asalto de un grupo armado a su parroquia en Nigeria; el hermano Moses Simukonde Sens, que perdió la vida por el impacto de una bala disparada por los agentes que custodiaban un puesto de control militar en la capital de Burkina Faso; Janine Arenas de 18 años y Junrey Barbante de 24, estudiantes filipinos implicados en las actividades de la Capellanía Universitaria de la Universidad Estatal de Mindanao, asesinados por la explosión de una bomba en el gimnasio de la universidad, donde se celebraba una misa; Samar Kamal Anton, asesinada junto con su madre Nahida por un francotirador del ejército israelí en la parroquia católica de la Sagrada Familia, en Gaza.
Como siempre, el testimonio de Cristo se produce en medio de las calamidades y desastres del tiempo histórico que nos ha tocado vivir. Brilla en la escena del mundo como pueden brillar las chispas en un campo de rastrojos, "Tamquam scintillae in arundineto" (Libro de la Sabiduría 3,7).
La nueva guerra mundial en curso exige la sangre de los pobres, exige el sacrificio humano de multitudes de inocentes. Y las vidas rotas de los veinte agentes de pastoral asesinados en 2023 se cruzan con el destino del mundo. Tienen que ver con la posibilidad de salvación o condenación en el horizonte de todos. Su sangre se mezcla con el dolor mudo y suprimido de las innumerables víctimas sacrificadas en los nuevos mataderos de la historia.
Frente a las multitudes de pobres almas acribilladas en los conflictos que asolan el mundo, los veinte misioneros y agentes de pastoral asesinados en 2023 aparecen como una realidad numéricamente insignificante. Y hasta esta circunstancia revela algo de cómo acontece en el mundo la salvación proclamada en el Evangelio.
En el misterio de caridad que los une a la Pasión y Resurrección de Cristo, los testigos de la fe que murieron a manos de otros comparten también el dolor del propio Cristo por todos los inocentes que sufren injustamente. El don de sus vidas refleja el mismo rebajarse de Cristo para tomar sobre sí las miserias, las heridas y las expectativas de salvación de toda criatura. Y manifiesta el amor de Dios por todos, abrazando incluso a los que no conocen el nombre de Cristo y hasta a sus enemigos. Porque todo ser humano, creado a imagen de Dios, sigue siendo "un hermano o una hermana en humanidad", como decía el padre Christian de Chergé, prior de los monjes mártires de Tibhirine. Cada hermano o hermana es alguien por quien Cristo ha muerto y resucitado.
La Iglesia de Roma, en vista del próximo Jubileo, se dispone a hacer memoria agradecida también de ellos, de los testigos de la fe que dieron su vida siguiendo a Jesús. De este modo, la gratitud hacia ellos puede convertirse en una sacudida de oración. Para pedir y suplicar que, en el misterio de la salvación, la ofrenda de sus vidas benditas dé frutos de vida eterna también para las multitudes hoy segadas por las nuevas masacres de los inocentes.
Cuentan las crónicas que durante los funerales del arzobispo -ahora proclamado santo- Oscar Romero, en la plaza frente a la Catedral de San Salvador, abarrotada de gente, comenzaron a estallar bombas y a silbar balas perdidas. Miles de personas se refugiaron en la Catedral, llenándola hasta la asfixia, mientras las religiosas recitaban las oraciones de la buena muerte. Al final, en la plaza quedaron montañas de zapatos, bolsos, gafas perdidas por los que huían despavoridos, y cuarenta cuerpos sin vida, sangrantes y contusionados. Recordando aquel día, Samuel Ruiz García (1924-2011), el inolvidable obispo de San Cristóbal de las Casas, en Chiapas, dijo veinte años después en San Salvador: “Al cielo no se va solos. Yendo al cielo, Romero los habrá llevado con él, como una constelación de mártires”. (Agencia Fides 30/12/2023).