VATICANO - La relación fundamental de Benedicto XVI sobre la Familia en el Congreso Eclesial de la Diócesis de Roma (Segunda parte) "La historia del amor y la unión de un hombre y una mujer en la alianza del matrimonio ha podido ser asumida por Dios como símbolo de la historia de la salvación"

miércoles, 8 junio 2005

Roma (Agencia Fides) - Continuamos la publicación del discurso que tuvo el Santo Padre Benedicto XVI en la Basílica de San Juan de Letrán el lunes 6 de junio, en la apertura del Congreso Eclesial de la Diócesis de Roma, sobre el tema "Familia y Comunidad cristiana: formación de la persona y transmisión de la fe."

Matrimonio y familia en la historia de la salvación
La verdad del matrimonio y de la familia, que hunde sus raíces en la verdad del hombre, ha encontrado aplicación en la historia de la salvación, en cuyo centro está la palabra: “Dios ama a su pueblo”. La revelación bíblica, de hecho, es ante todo expresión de una historia de amor, la historia de la alianza de Dios con los hombres: por este motivo, la historia del amor y de la unión de un hombre y de una mujer en la alianza del matrimonio ha podido ser asumida por Dios como símbolo de la historia de la salvación.. El hecho indecible, el misterio del amor de Dios hacia los hombres, recibe su forma lingüística del vocabulario del matrimonio y la familia, en positivo y en negativo: el acercamiento de Dios a su pueblo es presentado con el lenguaje del amor nupcial, mientras que la infidelidad de Israel, su idolatría, es designada como adulterio y prostitución.
En el Nuevo Testamento Dios radicaliza su amor hasta convertirse Él mismo, en su Hijo, carne de nuestra carne, verdadero hombre. De este modo, la unión de Dios con el hombre ha asumido su forma suprema, irreversible y definitiva. Y de este modo es trazada también por el amor humano su forma definitiva, ese "sí" recíproco que no puede ser revocado: no enajena al hombre, sino que lo libera de las alienaciones de la historia para volverle a situar en la verdad de la creación. El carácter sacramental que asume el matrimonio en Cristo significa pues que el don de la creación ha sido elevado a gracia de redención. La gracia de Cristo no se superpone desde fuera a la naturaleza del hombre, no hace violencia sino que la libera y la restaura, al elevarla por encima de sus propias fronteras. Y así como la Encarnación del Hijo de Dios revela su verdadero sentido en la Cruz, así el amor humano auténtico es entrega de si y no puede existir sin la cruz.
Queridos hermanos y hermanas, esta unión profunda entre Dios y el hombre, entre el amor de Dios y el amor humano, encuentra también confirmación en algunas tendencias y desarrollos negativos, cuyo peso todos advertimos. El menosprecio del amor humano, la supresión de la auténtica capacidad de amar se revelan en nuestro tiempo, como el arma más apta y eficaz para expulsar a Dios del hombre, para alejar a Dios de la mirada y del corazón del hombre. Análogamente, la voluntad de "liberar" la naturaleza de Dios lleva a perder de vista la realidad misma de la naturaleza, incluida la naturaleza del hombre, reduciéndola a un conjunto de funciones, de las que se puede disponer según sus propios gustos para construir un presunto mundo mejor y una presunta humanidad más feliz; por el contrario, se destruye el designio del Creador y al mismo tiempo la verdad de nuestra naturaleza.
Los hijos
También en la generación de los hijos el matrimonio refleja su modelo divino, el amor de Dios hacia el hombre. En el hombre y en la mujer la paternidad y la maternidad como sucede con el cuerpo y el amor, no se circunscriben al aspecto biológico: la vida sólo se da completamente cuando en el nacimiento también se da el amor y el sentido que hacen posible decir sí a esta vida. Precisamente de este hecho queda claro cuán contrario es al amor humano, a la vocación profunda del hombre y de la mujer, cerrar sistemáticamente la unión al don de la vida, y, aún más, suprimir o forzar la vida que nace.
Ningún hombre y ninguna mujer, pueden por sí solos y con sus propias fuerzas, dar a los hijos de manera adecuada el amor y el sentido de la vida. Por poder en efecto decir a alguien "tu vida es buena, aunque yo no conozca tu futuro", se necesita una autoridad y una credibilidad superior que el individuo no puede conseguir por sí solo. El cristiano sabe que esta autoridad es conferida a esa familia más amplia que Dios, a través de su Hijo, Jesucristo, y del don del Espíritu Santo, ha creado en la historia de los hombres, es decir, la Iglesia. Él reconoce aquí la obra de ese amor eterno e indestructible que asegura en la vida de cada uno de nosotros un sentido permanente, aunque no conozcamos el futuro. Por este motivo, la edificación de toda familia cristiana se sitúa en el contexto de la gran familia que es la Iglesia, que la sustenta y la lleva consigo y garantiza que haya un sentido y que tendrá también en el futuro sobre ella el "sí" del Creador. Y recíprocamente la Iglesia es edificada por la familia, "pequeñas Iglesias domesticas", como las ha llamado el Concilio Vaticano II (Lumen gentium, 11; Apostolicam actuositatem, 11) redescubriendo una antigua expresión patrística (San Juan Crisóstomo, En Genesim serm. VI,2; VII,1). En el mismo sentido la Familiaris consortio afirma que "El matrimonio cristiano… constituye el lugar natural dentro del cual se lleva a cabo la inserción de la persona humana en la gran familia de la Iglesia." (n. 15) (sigue) (S.L, (Agencia Fides 8/6/2005, Líneas: 64 Palabras: 967)
(Traducción del original realizada por la Agencia Fides)


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