VATICANO - El Prefecto de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, Su Eminencia el Cardenal Crescenzio Sepe, en nombre de toda la Congregación, de las Obras Misionales Pontificias del todo el mundo, de los misioneros y misioneras dedicados en todas partes al anuncio del Evangelio. En exclusiva a la Agencia Fides

domingo, 3 abril 2005

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - La Iglesia entera está de luto por la desaparición de su Pastor, el Papa Juan Pablo II. La Iglesia misionera, desde la Congregación para la Evangelización de los Pueblos a los sacerdotes, los religiosos, las religiosas, los laicos, los misioneros y misioneras dispersos por el mundo, las comunidades más distantes geográficamente, pero que no por esto han estado nunca lejos de la atención y la oración del Juan Pablo II, lloran al Papa que, tras las huellas del Apóstol Pablo, “se ha hecho todo a todos”, consumándose a sí mismo en el ardiente deseo de llevar hasta los confines de la tierra el anuncio de Cristo, Redentor y Salvador del hombre.
En momentos cruciales de la historia de la humanidad como los que ha atravesado este Pontificado, Juan Pablo II no ha cesado nunca de exhortarnos a ser anunciadores del Evangelio, a difundir con todas nuestras fuerzas la Palabra de Salvación, a hacernos misioneros de ella en los nuevos aerópagos del mundo moderno, además de entre los pueblos donde ésta no se conoce aún, venciendo la tentación del desaliento y del no compromiso, conscientes de que el mundo atormentado de hoy sólo puede encontrar reposo para su inquietud en el Señor. Su largo y rico Magisterio ha sellado inequívocamente la historia de la Misión, abriendo nuevos senderos, indicando nuevas metas, nuevos campos que sembrar, siempre en fidelidad plena al perenne mandato de Cristo. Como herencia principal queda la Encíclica “Redemptoris Missio”, justamente llamada la carta magna de la misión del tercer milenio. Pero todos sus documentos, desde las exhortaciones apostólicas a los encuentros con Obispos para las visitas ad limina, están tejidos de la vibrante exhortación a proclamar al Señor resucitado, a no retirarse del anuncio, que, además de constituir un don para los demás, refuerza también nuestra fe.
Pero Juan Pablo II no ha sido sólo un profundo Maestro de la misión. En su continuo andar “ad gentes” no ha dudado en llegar personalmente a las más remotas avanzadillas de la misión, las minúsculas comunidades cristianas recién nacidas o renacidas después de largos períodos de opresión, para encontrarse con los misioneros y las misioneras que han gastado la vida por Cristo y por las poblaciones a las que han sido enviados en su nombre. También los pobres, los enfermos, los ancianos, los encarcelados, los impedidos y cuantos son generalmente puestos al margen de la sociedad, han sido interlocutores privilegiados de Juan Pablo II, que les ha querido estrechar con ternura y afecto, haciéndoles sentir la presencia de Dios que es Padre de todos los hombres. Precisamente esta inmensa multitud que vive en los vertederos, en las barracas, en los hospitales para enfermos crónicos y en los lugares más olvidados, ha vivido con particular intensidad las últimas fases de la enfermedad del Santo Padre, estrechando en un fuerte abrazo espiritual de oración y de afecto a Juan Pablo II. Los pobres han acompañado así hasta el encuantro definitivo con el Padre a ese Papa que tantas veces les había indicado a ellos el camino del Reino.
El Papa del gran empeño evangelizador y de los viajes apostólicos por el mundo entero, había comenzado su servicio de Obispo de Roma con la exhortación: “¡Abrid de par en par las puertas a Cristo!”. Hablaba desde el recinto sagrado de San Pedro el 22 de octubre de 1978, día inaugural de su servicio de Pastor universal, después de ser elegido el 16 de octubre como sucesor de Pablo VI y Juan Pablo I. Tenía 58 años y venía de Cracovia, Polonia.
Sus más de 26 años de Pontificado, a caballo entre el siglo veinte y el siglo veintiuno, dejan una herencia formidable a la Iglesia y al mundo que difícilmente puede ser sintetizada. Entre los acontecimientos sobresalientes la celebración de dos Años Santos: el 1983 en el 1950º aniversario de la Redención, y el Gran Jubileo del año 2000. Después el Año del Rosario y el Año de la Eucaristía, que ha coincidido con la conclusión del Pontificado. Catorce cartas encíclicas, innumerables cartas, exhortaciones apostólicas, mensajes, audiencias. Ciento cuatro viajes pastorales a 129 naciones de todos los continentes, huésped de los distintos pueblos de la Tierra. Ha convocado y presidido, además, las Asambleas especiales de los Sínodos de los Obispos para analizar y estudiar la situación de cada continente, haciendo concurrir en Roma a los Obispos de Africa, Asia, América, Oceanía, Europa.
Un Papa comprometido por la unidad de los cristianos, por el ansia por la paz y por el diálogo con el mundo, pero que ha estado también visiblemente sellado con el sufrimiento: sea por el atentado del 13 de mayo de 1981, del cual se salvó milagrosamente, sea por las penalidades de la edad avanzada y de la enfermedad. Y aún así, con su sobrellevar siempre serenamente el dolor, que ha transformado en una catequesis viva sobre el sufrimiento, y con su mantener fuertemente el empeño pastoral, incluso con encuentros fatigosos al límite de la resistencia física, él ha dado un ejemplo de de dedicación que arrastra, especialmente a los jóvenes. Es histórico el encuentro que tuvo en Roma con dos millones de muchachos y muchachas, presentes en agosto del 2000 para la Jornada Mundial de la Juventud y el Jubileo de los Jóvenes.
Un Papa que, convocado en 1994 el Gran Jubileo del año 2000, con seis años de anticipo, lo celebró especialmente con cuatro grandes eventos: la apertura ecuménica a seis manos de la Puerta Santa de la Basílica de San Pablo, el 25 de enero del 200, junto al Arzobispo ortodoxo enviado por el Patriarca de Constantinopla y al Primado de Canterbury de la Iglesia anglicana; el día de la “purificación de la memoria”, el 16 de marzo ante el Crucifijo en San Pedro, en que pidió y ofreció perdón por las culpas de la Iglesia durante el milenio pasado; el viaje, tan deseado por él, a Tierra Santa, realizado el mes de abril; y, finalmente, la celebración de la memoria de los mártires del siglo XX, de carácter ecuménico, en el Coliseo el 7 de mayo del 2000.
Un Papa que, “venido desde lejos”, después de decenios de resistencia valerosa al régimen ateo en Polonia, pudo vivir los “extraordinarios eventos” del 1989, como la caída del comunismo y de los muros en Europa y que, en el momento de clausurar el Gran Jubileo de los 2000 años del nacimiento de Jesucristo, quiso renovar a todos la exhortación a mirar con confianza y esperanza al futuro, a la misión para el tercer milenio: “¡Duc in altum!”. Card. Crescenzio Sepe (Agencia Fides, 3/4/2005)


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