IINTENCIÓN MISIONERA - “Para que la Iglesia sea germen y núcleo de una humanidad reconciliada y reunida en la única familia de Dios, mediante el testimonio de todos los fieles en las diversas Naciones del mundo” - Comentario a la Intención Misionera indicada por el Santo Padre para el mes de julio de 2009

viernes, 26 junio 2009

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) – Una de las consecuencias del pecado del hombre ha sido la división. Ya en el libro del Génesis podemos observar cómo Babel es la separación, fruto del orgullo del hombre (Gn 11, 1-9). Los hombres, que querían construir con sus manos un camino hacia el cielo, habían acabado por destruir su misma capacidad de comprenderse recíprocamente.
De ahí que una parte importante de la misión redentora de Cristo sea la de reunir, unificar. En primer lugar, Cristo reúne a los “hijos de Dios dispersos”. Jesús es el “buen Pastor” que reúne a las ovejas descarriadas de Israel. Pero esa misión unificadora no queda reducida al Israel de la carne. Se dirige a todos los pueblos de la tierra. S. Pablo afirma que “ya no hay judío ni gentil, esclavo ni libre, hombre ni mujer, porque todos somos uno en Cristo Jesús”. Esta unidad se significa y se realiza en la Eucaristía, ya que “todos formamos un solo Cuerpo porque comemos un solo pan”.
Ya que el pecado ha producido una doble separación (ha separado al hombre de Dios y de sus hermanos), la restauración en Cristo presenta también un doble aspecto: primero nos reconcilia con Dios en su Sangre, y hace de nosotros un solo cuerpo.
La historia de la Iglesia ha sido testigo de muchas divisiones y cismas, ya desde los orígenes. Pero resultan especialmente dolorosas las separaciones de los hermanos ortodoxos y del protestantismo. Igualmente, la sociedad civil se ha visto marcada con luchas fratricidas, y enfrentamientos entre los pueblos. Recientemente, en algunos países africanos, han tenido lugar guerras entre etnias que han acarreado muchas muertes.
También hoy, como siempre, el corazón del hombre sigue necesitando un Redentor que arranque de él ese germen de odio y de separación fruto del pecado.
La Iglesia de Cristo, al mismo tiempo santa y necesitada de salvación, tiene la misión de continuar su misión redentora, de ser en el mundo signo de unidad y fuente de comunión.
Dice Benedicto XVI: “Permanecer juntos fue la condición que puso Jesús para acoger el don del Espíritu Santo; presupuesto de su concordia fue una oración prolongada. Así nos da una magnífica lección para toda comunidad cristiana. A veces se piensa que la eficacia misionera depende principalmente de una esmerada programación y de su sucesiva aplicación inteligente mediante un compromiso concreto. Ciertamente, el Señor pide nuestra colaboración, pero antes de cualquier respuesta nuestra se necesita su iniciativa: su Espíritu es el verdadero protagonista de la Iglesia” (Homilía 4-06-2006).
En el día de Pentecostés, S. Lucas señala que los apóstoles estaban reunidos con María. Junto a Ella en oración, con la potencia del Espíritu, se manifiesta la fuerza unificadora de la Iglesia.
Para que crezca la conciencia de que los hombres de todas las naciones son una familia, es necesario que tomen conciencia de ser hijos de Dios. Por encima de toda distinción de cultura, condición social, raza o nación, está la verdad que hace a todos los hombres iguales: somos hijos de Dios, creados a su imagen y semejanza, redimidos con la Sangre de Cristo.
Todos los fieles cristianos, dispersos por toda la tierra, viviendo su filiación divina se convierten en testigos de unidad y creadores de unidad. La Iglesia, cuyo modelo y tipo es María, debe aprender de ella a tener un corazón siempre abierto para todos. Su maternidad debe reflejarse en la maternidad de la Iglesia.
Cuando el Señor resucitado se presenta a los discípulos después de la Resurrección, sopló sobre ellos para otorgarles el don del Espíritu y les dijo: “A quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados, y a quienes se los retengáis les quedan retenidos”. Para que un hombre pueda ser instrumento de reconciliación, debe haber experimentado en su corazón la alegría de haber sido reconciliado con Dios en Cristo, de haber recibido el perdón de los pecados. Sólo quien vive en comunión vital con Dios puede ser fuente de comunión. Sólo quien ha sido reconciliado puede ser fuente de reconciliación en medio de una humanidad dividida en lo profundo del corazón. Como dice el Señor: del corazón del hombre salen los homicidios, los robos, etc. Es el corazón del hombre el que necesita ser reconciliado, unificado, sanado. De ahí que la misión de la Iglesia sea ofrecer la reconciliación de Dios con los hombres en Cristo. Proclamar como S. Pablo: “En nombre de Cristo os suplicamos: dejaos reconciliar con Dios”.


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