VATICANO - LAS PALABRAS DE LA DOCTRINA por don Nicola Bux y don Salvatore Vitiello - ¿Prestigio de los judaizantes o “necedad” de los Apóstoles?

jueves, 12 febrero 2009

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) – San Agustín, en su Comentario a la Carta a los Gálatas recuerda el estupor de San Pablo frente a los miembros de dicha comunidad, que se encontraban turbados o fascinados por el prestigio de los judaizantes, aquellos cristianos de origen hebreo que daban mucha importancia al judaísmo, hasta convertirlo en condición indispensable para ser cristiano. De esa manera, en lugar de adherirse a Jesús y a su Evangelio, volvían a Moisés y a la Ley. El Apóstol nota: “a quienes ni por un instante cedimos, sometiéndonos, a fin de salvaguardar para vosotros la verdad del Evangelio” (Gal 2,5).
Dicho fenómeno parece repetirse en nuestros días; síntoma de ello, por ejemplo, es la preferencia por expresiones como “Primero” o “Segundo” Testamento, como si fueran equivalentes: se descuida que éste último es el que ha llevado al anterior a su cumplimiento, y que la liturgia lo define “alianza nueva y eterna”. ¿Acaso no escribió San Juan: “Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo” (Jn 1,17)?
Moisés, aún siendo un gran profeta, no es más que un hombre; Jesús, en cambio, es Hijo de Dios, que resucitando nos ha obtenido la remisión de los pecados y ha restituido la amistad con Dios: es así que el Antiguo Testamento recibe luz y esperanza plena, sólo por la resurrección de Jesús de Nazareth, Señor y Cristo.
Como lo demostró el estudioso Jacob Neusner, hebreo observante y rabino, Jesús, pidiendo la adhesión a sí y no a la Torá, marcó una distancia con la religión hebrea. Pablo, maestro hebreo celoso, era conciente de que la adhesión a Jesucristo no era una repetición de la fe hebrea, de otro modo no habría considerado concluida irreversiblemente su vida pasada en el judaísmo. Se hizo bautizar, recibió la iluminación –como era llamado el Bautismo en la Iglesia antigua– pues es el sacramento que hace ver la verdad con los ojos nuevos de la fe. Y esto sólo puede suceder, claro está, a través de un encuentro con la Gracia divina.
Los Apóstoles, que eran israelitas, experimentaron la resurrección de Jesús de entre los muertos como el verdadero juicio divino por parte de Dios Padre, que de esa manera desmentía categóricamente la sentencia del sanedrín, considerada válida hasta ese momento por los hebreos.
De esta manera, toda sabiduría humana se somete al juicio de la Cruz, que revela la sabiduría y la potencia de Dios. ¡Ésta es la “necedad” que los Apóstoles anunciaron, sobre la cual está fundada la Iglesia! Si se hubieran preocupado más en no dar escándalo a los judíos o en estar de acuerdo con los paganos, la Iglesia hubiera sido como un reino o una familia dividida en sí misma, condenada a la ruina, como advierte el mismo Jesús (cf. Mt 12,25).
La preocupación por ser aceptados por el mundo es una tentación recurrente para los hombres de Iglesia. Para que ello no suceda y para no ser causa de escándalo, es necesario, ante todo, ser unánimes en el hablar: los fieles han de hablar con la voz única del párroco, los religiosos con la voz única de su superior, los sacerdotes con la voz única de su Obispo, los cardenales con la voz única del Papa, que los “creó”.
Se debe oír siempre a la única Iglesia católica y no a una comunidad particular. Por lo demás, una Iglesia fundada sobre las opiniones de los eclesiásticos, difícilmente hubiera sobrevivido; en parte porque el paso de la opinión a la herejía es breve.
Sólo unidos a Pedro puede haber comunión plena de la Iglesia, pues él “es el perpetuo y visible principio y fundamento de la unidad de la Iglesia” en relación con el fundamento invisible que es el Espíritu Santo (Lumen Gentium, 23). Con justa razón se ha de defender al Concilio Vaticano II, pues la Iglesia no puede eximirse de esta verdad ni en su vida interna ni en lo externo, en el diálogo con los no católicos y los no cristianos.
No debemos ser ingenuos: el diálogo no necesariamente evita la oposición violenta; el cristianismo ha tenido que afrontar siempre esa oposición, desde sus orígenes, viniera de las comunidades judías o de las autoridades locales, que actuaron como consecuencia de las denuncias presentadas por los judíos. El diálogo no evita la persecución. Lo vemos en nuestros días en varias partes del mundo; puede ser cruenta o verbal, descubierta o silenciosa, mediante intimidación o presión. Los perseguidores nunca estarán satisfechos, pues “la luz brilla en las tinieblas, pero las tinieblas no la acogieron [...] Vino a su casa y los suyos no la recibieron” (Jn 1,5.11).
Si existe esta conciencia, se ayuda al Santo Padre en el ejercicio de su responsabilidad personal hacia la Iglesia Universal. (Agencia Fides 12/2/2009; líneas 53, palabras 799)


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