VATICANO - “AVE MARÍA” por mons. Luciano Alimandi - El misterio de la alegría

miércoles, 17 diciembre 2008

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - “Nadie puede recibir nada si no se le ha dado del cielo. Vosotros mismos me sois testigos de que dije: ‘Yo no soy el Cristo, sino que he sido enviado delante de él’. El que tiene a la novia es el novio; pero el amigo del novio, el que asiste y le oye, se alegra mucho con la voz del novio. Esta es, pues, mi alegría, que ha alcanzado su plenitud. Es preciso que él crezca y que yo disminuya” (Jn 3, 27-30). Con estas palabras, el Precursor del Señor revela el misterio de su alegría. Ellas terminan con un sintético programa de vida, guiado por la más sincera humildad: “Jesús debe crecer y yo disminuir”.
La alegría más genuina se esconde, en efecto, detrás del misterio de la humildad de Jesús: “aprended de mi que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29). Jesús quiere llenar de alegría el corazón de Sus discípulos: “os he dicho esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea plena” (Jn 15, 11); pero ellos son tardos para responder a la llamada de la alegría, porque se les hace difícil emprender el camino.
La Virgen María, en cambio, este camino lo emprendió desde el inicio y nunca lo dejó. Ella es la creatura plenamente humilde, que hizo en modo de, con toda su vida, agradar solamente al Señor, de vivir únicamente para Su gloria; en otras palabras, nunca se buscó a sí misma, en nada y con nadie: era la creatura perfectamente libre, enamorada de Dios.
Por esto su Corazón Inmaculado es la morada de la alegría y fue justamente la alegría mesiánica – del Mesías – la que llevó a su pariente Isabel cuando la visitó. La alegría del Niño Jesús, que Ella contenía en su vientre virginal, se desbordó de su alma, como un río, y envolvió a la anciana pariente que era encinta de Juan Bautista. Este “exultó de alegría” (Lc 1, 44) y nnca más olvidó ese toque de gracia.
Cuando, años después, el Precursor del Señor llamará al pueblo a la conversión, a preparar la vía al Señor, lo que testimoniará a cada uno será el mismo misterio que lo conquistó. Era el misterio del Adviento de Cristo que, para ser acogido, debía ser reconocido; pero no se podría reconocer si uno no se “abajaba”, si uno no se “vaciaba”, como bien dice San Agustín: “¿qué significa: preparad la vía, si no: sed humildes de corazón? Tomad el ejemplo del Bautista que, confundido con Cristo, dice no ser aquel que los demás creen que es… Se mantiene en la humildad. Ve correctamente en donde encontrar la salvación. Comprende que no es sino una lámpara y teme ser apagada por el viento de la soberbia” (Disc. 293, 3).
La soberbia es la raíz de nuestras “eternas” tristezas, mientras la humildad abre de par en par las puertas del alma a las alegrías más grandes. Es por esto que, cuando éramos niños la alegría era la compañera natural de nuestras jornadas. Nos alegrábamos de ser simplemente aquello que éramos: pequeños. Haciéndonos “grandes” esta alegría se aleja de nosotros, porque nuestras vías no han sido las suyas. Quien, en cambio, a pesar de los años, ha mantenido un corazón simple, pobre, humilde como un niño, tarde o temprano habrá descubierto que la alegría de los simples es la alegría de Jesús, que ella es don de Su amor por nosotros, que viene del Cielo y, por esto, el mundo no la puede dar. Es como la paz, que nos dona el mismo Jesús: “la paz os dejo, mi paz os doy. No como la da el mundo, yo la doy a vosotros” (Jn 14, 27).
El mundo no conoce la alegría, sino sólo su sucedáneo, el placer: placer de los sentidos, del poder, del éxito, de la autoafirmación, del lujo, del “bienestar”… Pero el placer cuesta tanto y escapa siempre del corazón del hombre. Apenas consumado ya no está. Así el hombre lo persigue desesperado, engañándose de que, tarde o temprano, lo apagará, lo llenará, se quedará con él, pero eso no sucede. El placer es tirano, no tiene piedad del corazón humano: lo usa y lo bota.
Juan Bautista había “gustado”, desde su nacimiento, el misterio de la alegría verdadera, de aquella plenitud de vida que Dios te dona cuando dejas caer toda barrera del orgullo y te apoyas en Él, como hace un bambino cuando se duerme en brazos de la madre. El pequeño, grande Juan había entendido, en lo más profundo del alma, que el Señor venía a la tierra para alegrar a sus habitantes, para reconciliarlos con el Cielo, para llevarlos de nuevo a aquellas Alturas celestes, de donde habían caído.
La Navidad se realizaba porque Dios, el infinitamente Beato, quería dar a Sus hijos la alegría de las alegrías: al Salvador. Los Ángeles lo habían proclamado en Su nacimiento: “No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2, 10-12). El signo de esta “gran alegría” es de una “gran humildad”. Sólo quien se hace pequeño, quien se humilla ante Dios, arrepentido por sus pecados, y se inclina ante los demás para servirlos y no para hacerse servir, descubre el misterio de la alegría. Los soberbios y los presuntuosos, como Herodes y sus compañeros, que no “bajan” a Belén, sino que prefieren quedarse arrocados en su propio “yo”, no son capaces de encontrar la Alegría que la estrella anuncia: prefieren el miserable placer de sí mismos a la inestimable alegría de Dios. Y sin embargo acogiendo a Jesús no se pierde nada, sólo se gana.
“Quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada –absolutamente nada– de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren las puertas de la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera… Él no quita nada, y lo da todo” (Papa Benedicto XVI, 24 de abril de 2005) (Agencia Fides 17/12/2008; líneas 65 palabras 1054)


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