VATICANO - “AVE MARÍA” por mons. Luciano Alimandi - La vida es espera…

miércoles, 10 diciembre 2008

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - “Yo soy voz del que clama en el desierto: rectificad el camino del Señor” (Jn 1, 23). En el tiempo de Adviento vuelve a hacerse escuchar la “voz” del Precursor del Señor, que nos incomoda y sacude para hacer surgir de nuevo en nosotros el deseo, a veces apagado, de la intimidad con Dios. Esta “voz” nos recuerda, ante todo, que nada se purifica, nada se “endereza” sin la humildad.
La soberbia y el orgullo, en efecto, hacen el camino hacia el Señor imposible. Es sabido que la soberbia es como un “síndrome del super-yo”, que lleva a considerarse mejores y más importantes que los demás. Este “síndrome” puede ser superado sólo si, con todas la fuerza, nos lanzamos como niños en los brazos de Dios y reconocemos humildemente que sin Él no hay ninguna consistencia en el hombre. La soberbia es la lepra del alma, de la que es necesario sanar rápidamente si no se quiere que este mal se extienda como una mancha de aceite, hasta comprometer incluso las acciones más pías y generosas.
El Bautista lo comprendió bien y en el desierto practicó la mejor la mejor escuela para hacer espacio al Señor que viene: el ejercicio intenso y constante de la humildad, que es la virtud de las virtudes. Aprendió a “hacerse de lado”, a escoger estar entre los últimos, a no exaltarse, sino humillarse, a no mostrarse, sino esconderse, a no “contar”, sino reducirse a una sutil “voz”.
Cuando lo vinieron a buscar sacerdotes y levitas de Jerusalén para preguntarle quien fuese “el confesó, y no negó; confesó: ‘Yo no soy el Cristo’. Y le preguntaron: ‘¿Qué, pues? ¿Eres tú Elías?’. El dijo: ‘No lo soy’. ‘¿Eres tú el profeta?’. Respondió: ‘No’. Entonces le dijeron: ‘¿Quién eres, pues, para que demos respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo?’. Dijo él: ‘Yo soy voz del que clama en el desierto: rectificad el camino del Señor’” (Jn 1, 20-23).
Jesús lo amaba intensamente, porque veía en él al auténtico siervo de Dios que no se busca a sí mismo en nada, sino sólo la gloria de su Señor. Juan Bautista ya vivía con anticipación aquellas bienaventuranzas que el Señor predicaría un día: “bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos… bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios…” (Mt 5, 3 ss).
Sí, bienaventurado tú Juan porque no te sentaste en la mesa para ser servido, sino que siempre has servido y luego, al final, desapareciste. No solamente te vestías con pelos de camello, sino que sin date cuenta, te revestías cada vez más de Cristo porque sabías despojarte progresivamente de tu “yo”. Era este tu programa: “Él debe crecer y yo disminuir” (Jn 3, 30).
No fue difícil para los discípulos de Juan Bautista, como Andrés y Juan seguir a Jesús, ser atraídos por Su “voz”, porque ya habían sido acostumbrados, formados por otra “voz”, a reconocer la Verdad. Juan no le hacía sombra a Jesús, no se le ponía delante o al lado para ser “visto” y “considerado” también él. ¡Él estaba siempre detrás de Jesús!
Juan dio todo al Señor: se dio él mismo, sus discípulos, sus fieles, su misión… su misma vida, muriendo por la Verdad. En Él se ha realizado plenamente lo que Jesús diría un día: “quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará” (Mc 8, 35).
El “yo”, el eterno prisionero del corazón, se vence sólo con la humildad que impulsa a perderse a sí mismo. Decidirse por Jesús no basta; si se quiere llegar a ser semejantes a Él, Sus auténticos amigos, es necesario “aprender a perder”. Día tras día uno se debe ejercitar en este difícil “arte” de olvidarse, de no contemplarse, para mirarlo a Él y mirar a donde Él orienta Su mirada.
Quien avanza en este arte dejará de juzgar al prójimo, de considerarse mejor que los demás, de querer tener razón, de contar, de aparecer, de sentir celos, de lamentarse…
El camino de la verdadera humildad es un progresivo despojarse de sí para llegar a ser cada vez más semejantes a un niño, a aquel niño que éramos un día. Ese “día” no está tan lejos, y sin embargo para encontrarlo de nuevo es necesario esfuerzo y mucho tiempo porque la soberbia del corazón y de la mente hincha al “yo” haciéndolo pesado y abultado como una piedra que no se quiere mover de donde está.
Sólo innumerables actos de humildad, desde lo profundo del corazón, pueden mover aquella piedra pesada, pueden “desatar” los lazos del orgullo que tienen subyugada nuestra voluntad. Sólo la humildad del corazón espanta el espíritu del mal y nos hace descubrir la alegría de no poseer nada, de ser verdaderamente libres como lo éramos de pequeños, cuando todavía no conocíamos aquella malicia de los soberbios, aquella “inteligencia” al servicio de los propios intereses, que impide el abandono en Dios. La “voz” sigue gritando: preparad el camino al Señor, volved a ser niños, de otro modo tropezaréis en vez de correr al encuentro de Jesús que viene, Él también Niño, a visitar a los “pequeños” de la tierra. (Agencia Fides 10/12/2008; líneas 57 palabras 879)


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