VATICANO - “AVE MARÍA” por mons. Luciano Alimandi - El Esperado de los pueblos

miércoles, 3 diciembre 2008

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) – Hemos entrado en el Adviento, el tiempo litúrgico por excelencia de la espera del Señor que viene y no tardará. Es un tiempo especial para toda la humanidad, porque Jesús es el Salvador de todos, aunque cada uno es libre de buscar los orígenes divinos del Amor eterno que ha creado al hombre.
En realidad, la creatura humana, viniendo de Dios, lleva dentro de sí la nostalgia de Él, velada por el inexpresable deseo de Felicidad, porque Dios-Amor es la Suma Beatitud. El pecado original, sin embargo, ha confundido y desorientado al hombre y a la mujer de los inicios y así, ha desviado su “trayectoria” existencial y la nuestra, la cual, antes de la tremenda caída de los progenitores, era “naturalmente” orientada hacia Dios, mientras que después ha “salido” de la órbita celeste. Desde cuando nuestra naturaleza ha sido herida por el pecado ya no somos atraídos espontáneamente por las cosas de Arriba, no descubrimos inmediatamente en nosotros la espera de Dios, sino que “vagamos” como desubicados, en un mundo que no conocemos, buscando en él la felicidad. Pero, ni las cosas terrenas, ni las creaturas humanas, comenzando por nuestro propio “yo”, lleno de sí, pueden saciarnos. ¡Sólo Dios puede colmar el vacío existencial “visitando” el desierto de nuestras soledades!
A pesar de la culpa, sin embargo, la espera de grandes cosas ha sido inscrita en modo indeleble en el corazón de todo ser humano, porque Dios nos ha creado a Su imagen y semejanza que nada ni nadie pueden cancelar. La venida del Redentor, en la plenitud de los tiempos, el Adviento de Cristo de hace dos mil años, nos ha dado de nuevo la luz verdadera y la esperanza cierta, si tenemos fe en Él, que ilumina la sublime vocación de todo hombre y mujer: la santidad. La consumación en Él de todo deseo nuestro.
La conversión sincera no es otra cosa, por lo tanto, sino un “regreso” al seno del Padre, guiados por el amor del Hijo, para gustar, en el Espíritu, la verdadera vida que no termina nunca.
De ese primer Adviento de Jesús “nosotros todos hemos recibido y gracia sobre gracia” (Jn 1, 16) para colmar toda espera profunda de realización de nuestro corazón, todo intenso anhelo de inmensidad, toda nostalgia atormentadora de libertad sin límites. En otras palabras, la bienaventuranza ya no es inalcanzable, sino que nos ha alcanzado para siempre con la Encarnación del Hijo de Dios en el vientre purísimo de la única inocente entre todas las creaturas de la tierra: la Bienaventurada Virgen María.
En la Inmaculada el Adviento se realiza plenamente, es más, es gracias a Ella que la venida de Jesús se pudo realizar. Su “he aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38) hizo que el cielo se abriese y la espera de las gentes se cumpla finalmente, porque llega el Esperado por todos: nuestro Señor Jesús.
Isaías no habría nunca podido imaginar en qué medida se habría realizado su profecía, “he aquí que una Virgen está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel, Dios con nosotros” (Is 7,14) y la súplica “destilad, cielos, como rocío de lo alto, derramad, nubes, al Justo. Ábrase la tierra y germine el Salvador” (Is 45,8).
Al inicio del tiempo de Adviento brilla, por lo tanto, en todo su esplendor, la luz de la Inmaculada, que nos toca con su ternura y su calor para introducirnos en el misterio del Sol que es Jesús y que surge, gracias a Ella, en nuestros corazones:
Un arcángel excelso fue enviado del cielo
a decir "Dios te salve" a María.
Contemplándote, oh Dios, hecho hombre
por virtud de su angélico anuncio,
extasiado quedó ante la Virgen,
y así le cantaba:
Salve, por Ti resplandece la dicha;
Salve, por Ti se eclipsa la pena.
Salve, levantas a Adán, el caído;
Salve, rescatas el llanto de Eva.
Salve, oh Cima encumbrada - a la mente del hombre;
Salve, Abismo insondable - a los ojos del ángel.
Salve, Tú eres de veras - el trono del Rey;
Salve, Tú llevas en Ti - al que todo sostiene.
Salve, Lucero que el Sol nos anuncia;
Salve, Regazo del Dios que se encarna.
Salve, por Ti la creación se renueva;
Salve, por Ti el Creador nace Niño.
Salve, ¡Virgen y Esposa!
(Del himno litúrgico “Akathistos”, que se remonta al siglo V).
(Agencia Fides 3/12/2008; líneas 52 palabras 740)


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