VATICANO - “AVE MARÍA” por mons. Luciano Alimandi - Como una gota de agua que cae en el océano

miércoles, 5 noviembre 2008

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - El mes de noviembre inicia con dos celebraciones que son muy sentidas tanto por la Liturgia como por la piedad popular: la solemnidad de todos los Santos y la conmemoración de los fieles difuntos. Estos dos momentos dan un tono particular a este mes, que la tradición dedica al recuerdo, en la oración, de quien ha cruzado el umbral de la esperanza. Cuando se reza por los hermanos difuntos, o mejor por los vivos en el Más allá, se advierte un recuerdo de las realidades últimas de la existencia. El auténtico cristiano percibe más que nunca esta dimensión cuando se dirige a Dios a favor de las almas del Purgatorio, que ya no pueden ayudarse a sí mismas, dependiendo de nuestra oración.
“Jesús mío, perdona nuestras culpas presérvanos del fuego del infierno y lleva al cielo a todas las almas, especialmente a las mas necesitadas de tu misericordia”. Con esta breve e intensa invocación, la Virgen en Fátima ha pedido que intercedamos, ante Jesús, por las almas del Purgatorio. Si cada uno de nosotros, que está llamado a la santidad, tomase en serio la estupenda vocación a vivir acá en comunión con el Señor Jesús, entonces, la muerte sería un “emprender el vuelo” hacia el Paraíso.
Pensando en la libertad del hombre, vienen a la mente las palabras del Señor: “muchos son llamados pocos los elegidos” (Mt 22, 14). Dios llama a la santidad, pero sólo pocos acogen esta llamada al banquete de la más íntima comunión con Jesús, a este banquete de vida eterna, que inicia ya en esta tierra. Nos distraen demasiadas cosas, como los invitados a cena, de los que habla el Evangelio, que se justifican con el dueño de casa diciendo: “He comprado un campo y tengo que ir a verlo; te ruego me dispenses. Y otro dijo: He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlas; te ruego me dispenses. Otro dijo: Me he casado, y por eso no puedo ir” (Lc 14, 18-20).
Sucede que quizás uno se pueda sentir justificado a vivir la propia vida sin confiarla, día a día, a Aquél que nos ha creado y redimido, sin emplearla enteramente por el Reino de Dios, porque hay tantas otras cosas por las que parece importante gastarla: el éxito, la ganancia, el así llamado “bienestar”, la carrera, el poder… en general todo lo que favorece la afirmación de sí mismo, en la múltiple gama de oportunidades que el mundo presenta.
De aquí que la vida se llene de afanes, que sofocan la atención amorosa por el propio Señor y Dios, he incluso desaparece el interés por Él. El creyente se ve tentado a dejar para “después” su conversión radical: cuando tenga más tiempo rezaré, cuando tenga menos preocupaciones me ocuparé de los otros, cuando tenga ganas iré más seguido a la Iglesia…
La vida que los santos han vivido no ha sido un dejar para mañana, simplemente porque el mañana no nos pertenece. Tenemos sólo el momento presente y es precisamente en el hoy que uno se debe convertir, no aceptando componendas con el pecado, que es el verdadero enemigo de nuestra felicidad, tanto terrena cuanto celeste. El pecado grave bloquea la vida sobrenatural y, por lo tanto, la santidad, es decir nuestro crecimiento en Cristo Jesús.
En el horizonte de la vida, el creyente, y todo hombre, no puede no ver también su muerte. Ciertamente se celebra el nacimiento terreno, rodeado de tantas atenciones, pero no se debería olvidar que este “nacimiento” preludia el grande nacimiento al Cielo. Para el creyente en Cristo la vida sobre la tierra se dirige, sin interrupción, hacia la Vida eterna en Dios. Los santos eran conscientes y por esto sus exequias se transformaban en una gran fiesta, porque su muerte era vivida como su “nacimiento” al Cielo.
La vida sobre la tierra se parece a una gota de agua que, desde lo alto, cae hacia abajo, hacia el océano que la espera para acogerla. El tiempo de su caída es un tiempo breve, limitado. Que cosa estupenda, que verdad consoladora es, para un creyente, vivir en la consciencia, en la certeza que viene de la fe, en las promesas de Jesús resucitado, que la vida no cae en el vacío, en la nada, sino que va a encontrarse definitivamente con el amor infinito de Dios, va a sumergirse en el mar sin límites de Su Divina Misericordia. Como recordó el Santo Padre Benedicto XVI, con estas luminosas palabras: “Renovemos hoy la esperanza de la vida eterna fundada realmente en la muerte y resurrección de Cristo. ‘He resucitado y ahora estoy siempre contigo’ nos dice el Señor, y mi mano te sostiene. Donde tú puedas caer, caerás en mis manos y estaré presente incluso en la puerta de la muerte. Donde ya nadie puede acompañarte y donde tú no puedes llevar nada, ahí yo te espero para transformar las tinieblas en luz” (Benedicto XVI, Ángelus del 2 de noviembre de 2008). (Agencia Fides 5/11/2008; palabras 52 líneas 832)


Compartir: