VATICANO - “AVE MARÍA” por mons. Luciano Alimandi - ¡No podemos olvidar a los Ángeles!

viernes, 3 octubre 2008

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - “Entonces se entabló una batalla en el cielo: Miguel y sus Ángeles combatieron con el Dragón. También el Dragón y sus Ángeles combatieron, pero no prevalecieron y no hubo ya en el cielo lugar para ellos. Y fue arrojado el gran Dragón, la Serpiente antigua, el llamado Diablo y Satanás, el seductor del mundo entero; fue arrojado a la tierra y sus Ángeles fueron arrojados con él. Oí entonces una fuerte voz que decía en el cielo: Ahora ya ha llegado la salvación, el poder y el reinado de nuestro Dios y la potestad de su Cristo, porque ha sido arrojado el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba día y noche delante de nuestro Dios. Ellos lo vencieron gracias a la sangre del Cordero y a la palabra de testimonio que dieron, porque despreciaron su vida ante la muerte” (Ap 12, 7-11).
Este pasaje del Apocalipsis es impresionante, revela la lucha tremenda que se realiza, en el mundo angélico, cuando chocaron, por un lado, Miguel y sus Ángeles y, por otro, el dragón con los suyos. Como revela el Apocalipsis, la victoria pertenece a aquellos hermanos, que han confiado no en sus fuerzas, sino en la fuerza de Jesús, en “la sangre del Cordero” y “despreciaron su vida ante la muerte”, es decir, que viven una humildad radical.
Cuanto es importante, en las luchas espirituales, renovar cotidianamente la confianza total en la fuerza del Cordero, unirnos a Él, aferrarnos a Él, como un náufrago que, para salvarse, se aferra con todo su ser al bote de salvataje. Ay de quien confía en sí mismo, en la lucha con esas fuerzas, que San Pablo llama los “dominadores de este mundo tenebroso”. Fuerte de su experiencia de apóstol, él nos exhorta a ponernos enteramente en las manos de Dios: “por lo demás, fortaleceos en el Señor y en la fuerza de su poder. Revestíos de las armas de Dios para poder resistir a las acechanzas del Diablo. Porque nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los Principados, contra las Potestades, contra los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del Mal que están en las alturas” (Ef 6, 10-12).
Nadie puede evitar el combate espiritual, el cristiano lo sabe bien y por esta razón debe rezar y velar siempre, porque, como dice el Señor, “el espíritu está pronto pero la carne es débil” (Mc 14, 38). San Pedro entendió bien, después de haberlo también experimentado en su persona, que “el diablo ronda como león rugiente, buscando a quién devorar” y que es necesario resistirlo “firmes en la fe” (1Pe 5, 8-9). ¡Cuánta ayuda están dispuestos a darnos los santos Ángeles en esta lucha, que nos toca en primera persona, ellos que la han superado, de una vez para siempre, en la hora de la gran prueba! Basta invocarlos en la oración: es así de simple y está al alcance de todos.
Desde niños hemos aprendido a rezar la oración al Ángel de la guarda, luego nos han enseñado a dirigirnos en modo particular a San Miguel Arcángel, al Jefe del ejército angélico que, junto a San Gabriel y a San Rafael, tiene un papel muy especial en la “estrategia” de Dios para llamar a los hombres a la conversión. En efecto, estos maravillosos espíritus celestes se preocupan sólo por nuestra salvación. Cuantas verdades habría que aprender sobre los Ángeles y de ellos, que han sido colocados a nuestro lado como compañeros de camino, llenos de bondad y de solicitud hacia cada uno de nosotros.
Si el hombre, sin embargo, se siente autosuficiente, si confía sólo en las propias fuerzas, los Ángeles no encontraran espacio en su mundo angosto y egocéntrico. Los Ángeles no se dejan ciertamente “enjaular” por nuestro egoísmo, no están al servicio de nuestros deseos terrenales. Esas “alas”, con las cuales los vemos frecuentemente representados en el arte religioso, nos remiten a su misión, que es la de guiarnos hacia el Cielo. ¡Cuántos santos testimonian un amor particular hacia los Ángeles! Cuántas veces hemos leído de “encuentros” particulares entre hombre y mujeres de Dios con los Ángeles. Pero antes de la vida de los santos, la misma vida de Jesús, contenida en el Evangelio, narra la maravillosa cooperación de los Ángeles con el Señor y su santísima Madre, a partir del evento central de nuestra fe cristiana, la Encarnación del Verbo: “Angelus Domini nuntiavit Mariae”, “el Ángel del Señor anunció a María”.
La misión de los Ángeles no termina ciertamente con la muerte y resurrección de Jesús, sino que continúa en el tiempo: desde la Iglesia de los orígenes, como testimonian los Hechos de los Apóstoles, hasta nuestros días, hasta la consumación de los siglos como revela el Apocalipsis. Es necesario pensar más a los Ángeles, es necesario invocarlos con más frecuencia y con más fe, no se justifica en modo alguno el silencio con respecto a ellos, que a veces se experimenta entre los católicos y en la predicación.
En sus memorias, Sor Lucía de Fátima, una de las tres videntes que tuvieron el privilegio de recibir las confidencias de la Reina del Cielo en 1917, describe así la primera aparición del Ángel de la paz: “comenzamos viendo sobre los árboles que se extendían en dirección al oriente, una luz más blanca que la nieve, en forma de un joven transparente más brillante que un cristal herido por los rayos del sol. Estábamos sorprendidos y medio absortos. No decíamos ni una sola palabra. Al llegar junto a nosotros, dijo:—¡No temáis! Soy el Ángel de la paz. Orad conmigo. Y arrodillándose en tierra inclinó la frente hasta el suelo. Le imitamos y repetimos las palabras que le oímos pronunciar: —Dios mío, yo creo, adoro, espero y te amo. Te pido perdón por los que no creen, no adoran no esperan y no te aman. Después de repetir esto por tres veces, se levantó y dijo: — ¡Orad así! Los Corazones de Jesús y de María están atentos a la voz de vuestras súplicas” (Memorias de Sor Lucía, Vol. I, pág. 153). Dejémonos ayudar por los Ángeles de la guarda para adorar, alabar, invocar, amar a Dios y caminaremos más velozmente al encuentro del Señor. (Agencia Fides 3/10/2008; líneas 65 palabras 1038)


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