VATICANO - AVE MARIA por mons. Luciano Alimandi - Es siempre la Madre que guía a Jesús

miércoles, 3 septiembre 2008

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará. Pues ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?” (Mt 16,24ss). El Señor Jesús no obliga a nadie a seguirLo, por lo que dice claramente: “si alguno quiere…”. A quienes acogen Su invitación, Él les pone condiciones precisas, que tienen como finalidad justamente alcanzar del Sumo Bien que es Dios.
En otras palabras es como si dijese: si me quieres a Mí debes renunciar a ti, si quieres a Dios debes renegar todo aquello que se opone y está en contraste con Él, comenzando por tu egoísmo. Este lenguaje parece “duro” sólo a aquellos que no quieren ver la “ganancia” extraordinaria de dicha renuncia. Esta “ganancia” es Dios mismo: Su Vida, Su Amor, Su eternidad. ¡Y esto ciertamente no es poco!
El modelo más grande de renuncia a uno mismo, después de Jesús, se nos ofrece sin duda en la Virgen, quien nos muestra, con toda su vida, a qué alturas Dios la ha podido “elevar”; Ella, que se hizo la más pequeña de todas las criaturas, que se ha “rebajado” por debajo de todos.
El Santo Padre Benedicto XVI habla de una “expropiación” suya: “La Madre de la Cabeza es también la Madre de toda la Iglesia; ella está, por decirlo así, por completo despojada de sí misma; se entregó totalmente a Cristo, y con él se nos da como don a todos nosotros. En efecto, cuanto más se entrega la persona humana, tanto más se encuentra a sí misma” (Benedicto XVI, Homilía del 8 de diciembre de 2005).
“Perder la propia vida”, en la lógica del Evangelio, significa “encontrarla”: “expropiarse” para donarse a Jesús, convirtiéndose realmente en Su discípulo. El Señor no se contenta con un seguimiento que, en un cierto sentido, nos deja como somos. Él quiere “todo” de nosotros para darnos “todo” de Él.
“He aquí la Sierva del Señor” (Lc 1,38). Este es el programa de “expropiación” de la Virgen. Una sierva no se posee a sí misma, porque está completamente al servicio de otro. La Virgen María se ha consagrado completamente a la Voluntad de Dios, porque ha decidido de “perder” su “yo”, es decir su vida; ha querido, año tras año, momento tras momento, no pertenecerse, para poder así pertenecerle sólo a Dios. En ese “¿como es posible puesto que no conozco varón?” (Lc 1,34), dicho al Ángel que le anunciaba el nacimiento del Hijo del Altísimo, está la clave para comprender su total pertenencia: ¡quiero ser sólo de Dios y de ningún otro!
La Iglesia, el día 8 de septiembre, celebra el nacimiento de la Bienaventurada Virgen María. Ella nacía y, en un cierto sentido, junto a Ella nacía místicamente ya el Hijo, porque María llevaba en su alma una plenitud de gracia, que le venía de Aquél que nacería de Ella. Había sido redimida en modo sublime, “preservada” del pecado en “previsión” de los méritos del Redentor. Por esto, se habla de Ella como de la Aurora que precede el surgimiento del Sol.
Como la luz de la aurora es un reflejo de la luz del Sol, así la gracia en María es reflejo de la Gracia de Cristo, que de Él proviene y que Lo precede. Como comenta profundamente San Andrés de Creta, en la fiesta del nacimiento de María comienza a desplegarse para nosotros el misterio de la Encarnación del Verbo de Dios y en Él nos son dados todos los bienes. “Éste es el compendio de todos los beneficios que Cristo nos ha hecho; ésta es la revelación del designio amoroso de Dios: su anonadamiento, su encarnación y la consiguiente divinización del hombre. Convenía, pues, que esta fulgurante y sorprendente venida de Dios a los hombres fuera precedida de algún hecho que nos preparara a recibir con gozo el gran don de la salvación. Y éste es el significado de la fiesta que hoy celebramos, ya que el nacimiento de la Madre de Dios es el exordio de todo este cúmulo de bienes, exordio que hallará su término y complemento en la unión del Verbo con la carne que le estaba destinada. El día de hoy nació la Virgen; es luego amamantada y se va desarrollando; y es preparada para ser la Madre de Dios, rey de todos los siglos” (De la 2ª lectura del Oficio del 8 de septiembre, de San Andrés de Creta, Obispo).
El corazón del creyente no puede sino abrirse a la alabanza de la excelsa grandeza de María y dirigirle palabras llenas de amor y veneración:
“Ave, oh Madre del Astro perenne,
Ave, aurora del místico día,
Ave, las fraguas de errores Tú apagas,
Ave, conduces con tu brillo a Dios.
Ave, al odioso tirano arrojaste del trono,
Ave, Tú a Cristo nos das, clemente Señor,
Ave, rescate Tú eres de ritos nefandos,
Ave, Tú eres quien salvas del cieno opresor.
Ave, Tú el culto del fuego destruyes,
Ave, Tú extingues la llama del vicio,
Ave, Tú enseñas la ciencia al creyente,
Ave, Tú gozo de todas las gentes.
¡Ave, Virgen y Esposa!” (Del himno litúrgico “Akathistos”, del siglo V).
(Agencia Fides 3/9/2008; líneas 62, palabras 901)


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