INTENCION MISSIONERA - “Para que se promueva y alimente la respuesta de todo el pueblo de Dios a la común vocación a la santidad y a la misión, con un atento discernimiento de los carismas y un constante empeño de formación espiritual y cultural” Comentario a la Intención Misionera indicada por el Santo Padre para el mes de agosto del 2008

martes, 29 julio 2008

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - El Concilio Vaticano II trabajó para ayudar a toda la Iglesia a tomar conciencia de su vocación de santidad. La Constitución Lumen gentium tiene su quinto capítulo dedicado a la vocación universal a la santidad: “Todos los fieles, de cualquier estado o condición, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (LG, 40).
Esta vocación a la santidad nace del designio de Dios: “Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación” (1 Tes. 4, 3). En su amor misericordioso, Dios ha querido hacernos partícipes de su gracia, de su vida, de su misma santidad. Por definición, la Iglesia es Santa, porque Cristo la amó y se entregó por ella como víctima de suave olor, para santificarla (cf. Ef. 5, 25-26). De la plenitud de vida y santidad de Jesucristo, la Iglesia recibe su santidad.
No hay cristianos de “segunda categoría”. Todos los miembros de la Iglesia tienen vocación de plenitud, de comunión de vida con Cristo, y en Él, con el Padre y el Espíritu Santo.
De igual modo la Iglesia es esencialmente misionera. Como continuadora de la misión del Hijo, ha sido enviada al mundo para anunciar el amor de Dios a cada hombre. “Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la santa Misa, memorial de su muerte y resurrección gloriosa” (Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 14).
Para participar en esta común misión de toda la Iglesia, Dios otorga dones distintos a cada miembro en beneficio de todo el Cuerpo eclesial. Por eso, es necesario un atento discernimiento, de tal modo que se puedan conocer los carismas personales o comunitarios para bien de todos. La Constitución Lumen gentium dice al respecto: “El mismo Espíritu Santo no solamente santifica y dirige al Pueblo de Dios por los Sacramentos y los ministerios y lo enriquece con las virtudes, sino que "distribuye sus dones a cada uno según quiere" (1 Cor., 12,11), reparte entre los fieles de cualquier condición incluso gracias especiales, con que los dispone y prepara para realizar variedad de obras y de oficios provechosos para la renovación y una más amplia edificación de la Iglesia según aquellas palabras: "A cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad (1 Cor., 12,7)” (LG, 12).
Hablando a los Movimientos eclesiales en Pentecostés, Benedicto XVI recuerda que los dones o carismas que el Espíritu suscita, están dirigidos a la unidad de la Iglesia, no a su dispersión: “A Nicodemo que, buscando la verdad, va de noche con sus preguntas, Jesús le dice: "El Espíritu sopla donde quiere" (Jn 3, 8). Pero la voluntad del Espíritu no es arbitraria. Es la voluntad de la verdad y del bien. Por eso no sopla por cualquier parte, girando una vez por acá y otra vez por allá; su soplo no nos dispersa, sino que nos reúne, porque la verdad une y el amor une” (Benedicto XVI, Homilía Primeras Vísperas de Pentecostés, 3 de junio de 2006).
Esta vocación a la santidad y a la misión, exige un esfuerzo de capacitación humana. La gracia de ser evangelizadores es, al tiempo, una tarea que requiere una preparación espiritual y cultural. Sin duda, la unión con Cristo es la regla de oro de todo evangelizador: “Sin Mí, no podéis hacer nada” (Jn. 15, 5). Pero al mismo tiempo, debe existir una progresiva capacitación para el ejercicio de la misión. Todos los misioneros, tanto los laicos como los consagrados o sacerdotes, deben actualizar y profundizar la fe por el estudio y la reflexión para ser, de un modo más creíble, anunciadores de la verdad. Junto al imprescindible testimonio de vida, hace falta la capacitación intelectual para ser predicadores de la Palabra. Esta necesidad se siente hoy de un modo especial ante los retos culturales que vivimos. La Iglesia debe estar dispuesta al diálogo con otras religiones y culturas, manteniendo al mismo tiempo la integridad de la fe recibida. No podríamos ser anunciadores si traicionamos el mensaje evangélico movidos por un falso irenismo. Sólo la verdad libera. No podremos anunciar la libertad de Cristo si no somos fieles a su mensaje, a la fe que la Iglesia ha recibido y custodia para anunciarla en integridad. (Agencia Fides 29/7/2008)


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