VATICANO - AVE MARÍA por mons. Luciano Alimandi - ¡Aparecerá un día también a nosotros!

miércoles, 26 marzo 2008

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - ¿Cuándo se nos concederá ver al Señor resucitado, extasiarnos en Su presencia? Con certeza podemos decir: al final de nuestros días, cuando nuestro corazón llegue a sus últimos latidos de vida, entonces sí, tendremos el privilegio y la gracia indescriptible de ver a nuestro Señor, de encontrarLo en el horizonte del más allá, porque Él es la Puerta (cf. Jn 10, 9), el Paso de este mundo al Padre.
Lo sabremos reconocer y seremos capaces de entender Su voz, si durante nuestra peregrinación terrena Lo hemos conocido. Su Rostro, Su Persona no nos serán extraños, no dudaremos en abandonarnos enteramente a Jesús, ya que ese “momento” será el punto de llegada de innumerables actos de amor y de donación, que habremos dejado detrás nuestro, a lo largo de la existencia. Realmente ella se parece al camino que los Apóstoles realizaron con Jesús, un camino hecho de progresiva confianza en Él. También nosotros, como ellos, escuchamos Su Palabra, familiarizamos con su Presencia, descubrimos los signos de Su acción en medio de nosotros, nos hacemos Sus testigos y Lo invocamos como nuestro Maestro y Señor.
También a nosotros, como a los primeros discípulos, nos es concedido entrar cada vez más en Su Reino, a través de la conversión, haciéndonos niños (cf. Mt 18, 3). La única diferencia entre los primeros discípulos y nosotros, es que nosotros veremos al Resucitado solamente al final, mientras ellos Lo han visto durante la vida terrena. Él se nos aparecerá en el momento del tránsito, cuando saldrá a nuestro encuentro “la Luz verdadera, que ilumina a todo hombre” (Jn 1, 9). Pero justamente por ello seremos llamados bienaventurados, porque a pesar de no haberlo visto hemos creído en Él (cf. Jn 20, 29). La fe en la Resurrección de Jesús es el más grande don del Cielo sobre esta tierra, porque mediante ella entramos en comunión de vida con el Resucitado; cuántas veces el Señor lo afirmó: “tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16).
Esta es la fe que Jesús quiere encontrar a su regreso sobre la tierra; ¿pero la encontrará? Él no lo dice. En el Evangelio deja esta pregunta sin respuesta (cf. Lc 18, 8) y así indica que conservar la fe no es fácil y justamente por eso, uno se juega todo: ser o no ser auténticos cristianos. También para los apóstoles fue grande el riesgo de perder la fe. A pesar de haber vivido con Jesús, haber asistido a Sus milagros, recibido Sus más íntimas enseñanzas, en el momento de la prueba corrieron el riesgo de perderse. El Evangelio testimonia varias veces la dificultad de comprender a Jesús. Huyeron todos al momento de Su arresto y Lo abandonaron (cf. Mt 26, 56), porque no creían como deberían haber creído.
También nosotros, como los discípulos de Emaús, a veces tenemos “los ojos incapacitados para reconocerlo” (Lc 24, 16), porque somos “insensatos y tardos de corazón para creer la palabra” (Lc 24, 25). Los Evangelios de la Resurrección revelan la debilidad de la fe de los primeros discípulos e indican que, para todos los cristianos se trata de la misma lucha, de las mismas dudas, de la misma resistencia de la carne con respecto al espíritu. En el hombre, en efecto, hay dos realidades en contraposición entre ellas: la materia y el espíritu. Una lo impulsa hacia las cosas exteriores, hacia las cosas visibles, terrenas, la otra lo atrae hacia las cosas interiores, aquellas invisibles, celestiales.
San Pablo, el gran converso al Resucitado, recuerda que, según nuestras opciones de vida, nos hacemos hombres espirituales o permaneceremos siendo hombres naturales, que no pueden percibir aquello que es sobrenatural, como, justamente, la Resurrección de Cristo: “el hombre natural no capta las cosas del Espíritu de Dios; son necedad para él. Y no las puede conocer pues sólo espiritualmente pueden ser juzgadas. En cambio, el hombre de espíritu lo juzga todo; y a él nadie puede juzgarle… Pero nosotros tenemos la mente de Cristo” (1Cor 2, 14ss).
Para tener los pensamientos de Cristo es necesario vivir según el Espíritu. En efecto, Cristo es Dios y Dios es Espíritu (Jn 4, 24). Para no perder la fe en el Resucitado, para profundizar en ella cada vez más, necesitamos huir del pecado y vivir en la gracia de Dios. En otras palabras, no es posible mantener la fe si nuestra vida no está en sintonía con lo que se cree. Todo el anuncio evangélico está en función de la conversión y la fe. “Cambio de vida” y “fe” son inseparables: “¡Convertíos y creed en el Evangelio! (Mc 1, 15). Proclamar la fe sólo con la boca no ayuda a nuestra santificación. Detrás de la fe, como base de la fe, en virtud de la fe se debe situar la conformación de nuestra vida a la de Jesús; es claro que será un camino progresivo. Esto será posible sólo si negamos nuestro “yo” materialista y carnal, esclavo de la “concupiscencia de la carne, de la concupiscencia de los ojos y de la soberbia de la vida” (1Jn 2, 16) como nos enseña san Juan. ¡Este pequeño gran “yo” no dejará nunca de buscarse a sí mimo! Entonces, con la fuerza de la fe y el abandono en Cristo Resucitado, con el “Jesús confió en Ti”, proclamado con toda la fuerza de nuestra alma, realizaremos un éxodo de nosotros mismos y caminaremos hacía el Señor que viene, hasta llegar a ese encuentro definitivo, cuando la fe no tendrá razón de existir, pues, ¡nos habremos transfigurado en Él! (Agencia Fides 26/3/2008; líneas 63, palabras 956)


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