VATICANO - LAS PALABRAS DE LA DOCTRINA de don Nicola Bux y don Salvador Vitiello - Castidad e integridad de la persona

jueves, 25 octubre 2007

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - El realismo al que el conocimiento de Cristo y de la Iglesia nos ha acostumbrado, impone reconocer que el camino hacia la integridad o la madurez o la perfección o el equilibrio del hombre es un recorrido hecho de etapas y momentos sucesivos, no necesariamente en orden creciente y, en todo caso, dependiente de las fundamentales facultades del hombre como son la inteligencia, la voluntad y la libertad y, no menos, de las diferentes circunstancias socioculturales en las que se encuentra la persona. La integridad es pues siempre una conquista y un camino que se debe comenzar cada día, apoyándose en lo mejor de si mismo y mirando a quién, en este camino, ha realizado pasos que pueden ser recorridos con provecho.
Tal conciencia no nos deja consternados frente a la frecuente experiencia del humano desorden, experiencia que, no raramente, se presenta en todo su dramatismo y que no encuentra fácilmente espacios de escucha, intercambio y comprensión en un ámbito sociocultural predominantemente basado en una idea abstracta de hombre, que censura el hombre real, quizá imperfecto y limitado, pero real. La mirada inteligente de los múltiples testimonios de desesperación nos hace argüir, cada vez con mayor autenticidad, que esta derivan de una errada y parcial concepción del propio yo. La costumbre de concebir las diversas esferas de la persona como "secciones diferentes" a las que hay que dar respuestas diferentes, ha dado como resultado, un ser humano que no logra entenderse si no como “ser que responde a determinados automatismos", que encuentra su propia realización llenando los propios vacíos, esto es, respondiendo de modo mecánico a los diversos impulsos que posee.
Este modo de actuar, que se ha convertido en moda común y al que es obligatorio adecuarse, puede resultar satisfactorio para el hombre que no se detiene a mirar alrededor, a considerar con toda la capacidad de profundización que la razón le ofrece, la realidad que le circunda.
Para el hombre razonable, es decir por el que usa la razón a fondo sin prejuicios, tal modo de vivir no puede sino resultar triste, frustrante e irrespetuoso de la propia dignidad. La felicidad como experiencia de la persona en su totalidad es sólo el resultado de una vida que, en cada momento, tiene en cuenta todas las exigencias que el hombre tiene y que son iguales para todos. Lograr comprender integralmente el yo es la consecuencia de un trabajo sobre si, de una educación, y es un don que hace más capaz de acoger al otro, un ser humano como nosotros.
Todos estos elementos son asumidos admirablemente y reelaborados por el cristiano bautizado que, fiel a las promesas bautismales, busca la imitación de Aquel cuyo nombre ha sido bautizado. La imitación de Cristo pobre, casto y obediente no está reservada únicamente al consagrado en una determinada forma de vida sino que todo bautizado, consagrado y regenerado por el agua y el Espíritu, está llamado a una vida casta que deje trasparentar la unicidad de la propia relación con el Misterio, cifra auténtica de la humanidad propia y la ajena.
La virtud de la castidad está íntimamente ligada a la de la templanza que aspira a hacer que sea la razón quien conduzca a las pasiones y a los apetitos de la sensibilidad humana. (Cf. Catecismo de la Iglesia Católica n. 2341). El cristiano tendrá cuidado de encontrar todos los medios necesarios para llegar a la práctica de la virtud de la castidad y en particular: el conocimiento de si, la obediencia a los mandamientos divinos, el ejercicio de las virtudes morales y la fidelidad a la oración como lugar primario de custodia del propio yo.
En la relación con Dios el cristiano queda establemente anclado a la certeza de que la castidad es un don, una gracia (Cf CCC n. 2345), fruto del Espíritu Santo: es el Espíritu Santo quien dona el poder imitar la pureza de Cristo Dios y Maestro: existe pues un espacio entre la voluntad de cada fiel y la realización de ella: es el espacio de la acción divina que cada uno de nosotros está llamado a reconocer con sencillez de corazón. (Agencia Fides 25/10/2007; Líneas: 49 Palabras: 714)


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