VATICANO - AVE MARIA por don Luciano Alimandi - ¡Se debe tomar en serio al Señor!

miércoles, 26 septiembre 2007

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - No nos engañemos: ¡la experiencia del Señor Jesús en la vida, el gusto de su presencia pacificadora y sanante debe ser tomada en serio! Acoger a Jesús significa siempre darle más espacio en nuestra existencia mediante la fe verdadera, que hace que nos comprometamos completamente, y no sólo parcialmente, en el camino de la conversión personal, en cada estado de vida. Si el compromiso de conversión es sólo parcial significa que Jesús no es considerado el Señor de la vida, pero alguien que se merece sólo la mitad, sólo una parte de nuestro corazón y no la totalidad de todo nuestro ser.
Frecuentemente el compromiso de amar y de servir al Señor lo reducimos y lo fragmentamos en el tiempo y, no dándonos cuenta, se hace imposible el admirable intercambio entre su Santo Espíritu y el nuestro, desde el momento en que se obstaculiza la acción constante y maravillosa de la gracia santificante, que no admite estorbos pecaminosos.
Dios quisiera transformar nuestra existencia, la quisiera irradiar toda con su Luz, y en cambio… “los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malvadas” (Jn 3,19). El Evangelio nos muestra claramente que no está permitido seguir al Señor en otro modo que en el que Él ha mandado. Por esto la necesidad de la presencia de la santa Tradición en la Iglesia, para que aquello que es verdadero, santo, sagrado, no sea arrastrado por el tiempo que corre y por los hombres que corren en el tiempo. Las verdades de fe, las exigencias de la “sequela Christi”, permanecen las mismas durante los siglos, como la Palabra de Dios; por lo tanto no pueden existir caminos facilitados, descontados, abreviados hacia la santidad. El Señor no ha venido para engañar a los hombres, ni tanto menos para vender una mercadería al mejor comprador.
El Señor, a diferencia de nosotros, no es un oportunista. Los hombres, no pudiendo soportar más la fuerza invencible de la Verdad que emanaba de toda su Persona, de cada una de sus palabras, de cada una de sus acciones - signo indeleble de que Dios había bajado a la tierra y caminaba en medio de ellos -, ¡lo crucificaron!
El Señor Jesús, en fuerza del mandamiento divino, no viene a negociar la salvación, sino que Él es la salvación, no viene a traernos un poco de luz, sino que Él es la Luz; no viene a decirnos algunas verdades más, sino que Él es la Verdad, ¡toda la Verdad! Por esto no deja espacios de incertidumbre sobre lo que pide: “si uno me ama, observará mi palabra y mi Padre lo amará y nosotros vendremos a él y pondremos nuestra morada con él” (Jn 14,23).
El Señor Resucitado, justamente porque lo es, es digno de recibir toda nuestra atención y todo nuestro compromiso, como reza aquel hermosísimo pasaje del Apocalipsis: “Tu eres digno, oh Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, porque tú has creado todas las cosas, y por tu voluntad fueron creadas y subsisten” (Ap 4,11).
A la luz de la Verdad que es el Señor Jesús, también las pruebas de la vida, sean estas pequeñas o grandes, adquieren un significado nuevo, que es también una prueba concreta y puntual de cuanto nuestro corazón está verdaderamente dirigido hacia el Reino de Dios. Cuando nos cae encima una cruz, en cualquier situación nos encontremos, debemos decir con San Pablo: “todo concurre para el bien de aquellos que aman a Dios” (Rm 8,28). ¡Todo! También en las pruebas más duras, si son vividas con el Señor - adhiriéndonos a su palabra, creyendo sin peros ni condiciones a las promesas de las bienaventuranzas -, experimentaremos que el cielo oscuro se abrirá y ante la mente aparecerán horizontes mejores y más altos, bienes inmensamente más grandes de aquellos que la prueba misma nos quita acá abajo: la salud, los afectos, las seguridades, los sueños de realización humana, la fama, los honores…
Tomar al Señor en serio, a lo largo de esta breve vida sobre la tierra, significa poderse unir en el Cielo al número de todos aquellos “que han pasado a través de la gran tribulación y han lavado y blanqueado sus vestidos con la sangre del Cordero. Por eso, están delante del trono de Dios, y día y noche le sirven en su templo; y el que está sentado en el trono les dará refugio en su santuario. Ya no sufrirán hambre ni sed. No los abatirá el sol ni ningún calor abrasador. Porque el Cordero que está en el trono los pastoreará y los guiará a fuentes de agua viva; y Dios les enjugará toda lágrima de sus ojos” (Ap 7,14-17). A la cabeza de este ejército de luz está la Reina de los Santos que, en su “testamento” acá abajo, nos ha dejado una sola consigna: tomad en serio a mi Hijo, “haced lo que Él os diga” (Jn 2,5). (Agencia Fides 26/9/2007; líneas 51, palabras 848)


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