VATICANO - AVE MARIA a cargo de don Luciano Alimandi - “La conversión no acepta demoras”

miércoles, 19 septiembre 2007

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) - Una de las tentaciones más frecuentes para quien está encaminado en el camino del Señor, es aquella de rendirse frente al pecado, frente a las propias tendencias pecaminosas y convencerse que es necesario integrarlas en la propia vida en vez de combatirlas. Pero el plan de Dios para el hombre, así como ha sido revelado por Jesucristo, es el que los Padres griegos llaman “la divinización de la criatura”, es decir la transformación en Cristo: “y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20).
Un falso concepto de misericordia es con frecuencia la causa de la caída en el camino de la conversión. En efecto, si bien es verdad que la misericordia divina perdona todo pecado al pecador que lo confiesa, es también verdadero que Esta es un fuego que quiere quemar todo aquello que se opone a la santidad de Dios. “Sed perfectos como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mt 5, 48). La Palabra de Dios no deja espacio a malentendidos o a compensaciones.
El Señor Jesús ha venido a vencer el pecado y a traer al hombre la inocencia original, llamándolo a una continua conversión. La conversión es auténtica cuando es cotidiana y no es reenviada al mañana. ¡A nosotros solo nos pertenece el hoy, porque el mañana podría no existir más! En el lenguaje de Dios no existe la palabra “mañana” cuando se hace referencia a la conversión: “no endurezcáis hoy vuestro corazón, escuchad la voz del Señor” (cf. Sal 94, 8). Jesús quiere entrar “hoy” en nuestra vida: “Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa” (Lc 19, 5).
Es cierto, mientras permanezcamos en la tierra seremos pecadores, pero pecadores que no aman el pecado sino que lo odian; pecadores que se dejan purificar continuamente por la Sangre de Cristo y hacen penitencia para reparar las consecuencias de sus pecados. Los Santos se renegaron cada día a sí mismos, como Jesús pide a cada uno: “Decía a todos: ‘Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame’” (Lc 9, 23).
Es necesario negar nuestras tendencias pecaminosas cada día; si no las renegamos estas nos vencerán y seremos rápidamente sus súbditos, perdiendo nuestra verdadera libertad. El pecado no nos hace más fuertes: el prepotente, el arrogante, el envidioso, el malhablado, el ambicioso… no es un fuerte sino un débil, que no se ha liberado sino que es prisionero de sí mismo y de sus pasiones.
Los Santos han sido las criaturas más libres porque han donado todo a Cristo-Verdad, ¡también sus pecados! No han dado tregua al propio egoísmo en sus numerosas manifestaciones y, reconociendo su fuerza brutal, se han dispuesto contra ellos sin ninguna compasión. No se puede tener piedad con el pecado, pero se la debe tener siempre con los pecadores. Como Jesús nos muestra en el encuentro con la pública pecadora, que los judíos quería lapidar: “Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más” (Jn 8, 11).
Los Santos, en medio a sus fragilidades y a sus luchas, han aprendido a no secundar los deseos pecaminosos y no se han hecho la ilusión de que basta confesarlos para vencerlos. La confesión es el primer paso, es pedir la gracia vital y necesaria, pero el paso sucesivo es el “huir de las ocasiones próximas de pecado”, como rezamos en el acto de dolor antes de la absolución. Los Santos siempre han denunciado la irreconciabilidad entre el deseo de Dios y el deseo del mundo. Estos han vivido la compasión máxima por el pecador, y la tolerancia cero hacia el pecado; ¡nunca lo han pintado con colores hermosos!
El poder del pecado sobre el alma no debe ser menospreciado y la Iglesia nos pide renunciar totalmente, como lo hacemos al renovar las promesas del bautismo: “¿Renunciáis al pecado, para vivir en la libertad de los hijos de Dios? ¡Renuncio! ¿Renunciáis a las seducciones del mal, para no dejaros dominar por el pecado? ¡Renuncio! ¿Renunciáis a Satanás, origen y causa de todo pecado? ¡Renuncio!”
El pecado, a pesar de parecer a veces ridículo, no debe ser ridiculizado, de otro modo ridiculizará a quien no lo toma en serio. ¡Somos nosotros los que nos convertimos en sus instrumentos sino lo renegamos! El pecado grave parece a veces como algo inconsistente, pero en realidad tiene un poder tremendo sobre el hombre que se deja aplastar por este. El pecado, en efecto, aprisiona al hombre en el propio egoísmo, nutriendo la concupiscencia lo hace concentrarse y dar vueltas en el vació de sí mismo: como un molino de agua que arrastra todo aquello que se encuentra en su rayo de acción.
Los Santos han buscado con todas sus fuerzas el huir de la fuerza de atracción del pecado, en miles modos han sido tentados por el Maligno, es cierto, también han caído pero se han levantado porque eran aleados con la potencia invencible del Señor Jesús y de su Santísima Madre, ¡que siempre los ha sostenido! Pero, ¿en qué consiste en el fondo la santidad? “En no anteponer nada al amor de Cristo. En esto consiste la santidad, propuesta válida para cada cristiano y que se ha convertido en verdadera urgencia pastoral en nuestra época…” (Benedicto XVI, Ángelus del 10 de julio del 2005). (Agencia Fides 19/9/2007; líneas 61, palabras 911)


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